lunes, 1 de marzo de 2010

Un Dios que se manifiesta en la historia

La experiencia primordial de Israel, de la que encontramos continuamente ecos en toda la Biblia hebrea, es la de un Dios que se hace presente en la historia del pueblo; un Dios que participa del devenir de su existencia cotidiana. El Dios de la Biblia se revela a sí mismo como «Señor de la historia». Este señorío no tiene como objetivo el manipular la historia humana ni el convertir a sus protagonistas, los hombres y las mujeres, en marionetas. Es un Dios que quiere el bien del ser humano, que le muestra –no le impone– el camino idóneo, advirtiéndole de los peligros de seguir una opción errónea, engañosa, injusta.

El Señor de la historia aparece como un Dios «parcial», Alguien que se pone del lado del más débil, del oprimido, del pequeño… Aquellos que no tienen quien les defienda, que nadie apuesta por su causa, tienen de su parte al Señor.

Sobre todo, pero no exclusivamente, las narraciones del Éxodo nos hablan de un Dios que no permanece impasible ante el sufrimiento del oprimido. Dios no es un mero espectador de la historia –como en muchas ocasiones es presentado o imaginado–; Él escucha su clamor, recuerda su Alianza, mira la humillación que están padeciendo, conoce a su pueblo (cf. Ex 2,23-25).

Escuchar, recordar y mirar son verbos, acciones que implican a toda la persona en la antropología bíblica, que indican la totalidad. Dios se involucra plenamente en la historia humana, toma partido por los más débiles: los escucha, los mira compadeciéndose, es fiel a sus promesas. Dios también «conoce» a su pueblo. El verbo «conocer» en hebreo tiene un sentido de intensidad, de relación personal, de intimidad. El Dios de Israel no conoce superficialmente o de oídas, conoce en profundidad, hace suyo el sufrimiento del oprimido.

El texto que podemos seguir leyendo nos narra el cómo Dios se vale de una persona, de Moisés, para ejecutar su acción salvífica, en favor del pueblo. Moisés es un personaje con muchas limitaciones, que se siente impotente para realizar lo que Dios le pide y, por tanto, manifiesta al Señor muchas objeciones a la misión (Ex 3,11-15; 4,1-18). Aún así llevará al pueblo, con la ayuda imprescindible del Señor, a su liberación.

Es tan crucial esta experiencia liberadora para el pueblo israelita que desde entonces celebrará, como su fiesta principal, el Pesaj o fiesta de la Pascua. Incluso las primeras comunidades de seguidores de Jesús sentirán la necesidad de hacer una lectura pascual de la muerte y resurrección de Jesús: una nueva Pascua con apertura universal y definitiva.

La experiencia de un Dios que se manifiesta en la historia será una constante tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El Dios de Israel, el Dios de Jesús no es un dios ajeno al sufrimiento humano; es un Dios que se solidariza con dicho sufrimiento, que suscita personas que –de forma consciente o no tan consciente– realizan su acción liberadora, de servicio, de solidaridad, de amor desinteresado.

Jesús con su vida, con su predicación, con su muerte y resurrección nos mostró de forma diáfana a ese Dios siempre presente en nuestra vida, en nuestra historia personal, comunitaria, universal, compartiendo las necesidades y sufrimientos humanos, así como también las alegrías y esperanzas.

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