viernes, 30 de marzo de 2018

Domingo de Pascua de Resurrección - Jn 20,1-9

«¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!» Con este saludo y la consiguiente respuesta nuestros hermanos cristianos orientales se saludan este día tan especial, tan extraordinario, y durante todo el tiempo pascual. Hoy celebramos que la muerte no ha podido con Jesucristo, con su mensaje, con su proyecto. Dios Padre lo ha resucitado.

El evangelio de Juan nos presenta a María Magdalena como primer testimonio del sepulcro vacío del Señor. Lo que comunica inmediatamente a Pedro y al discípulo amado. Ambos llegan corriendo. Es el «discípulo amado» el que al entrar, ve y cree. Entiende las Escrituras, puntualiza el narrador.

El evangelista pretende que nosotros lectores y lectoras nos identifiquemos con la actitud del «discípulo amado». Éste personaje –del que curiosamente no se menciona el nombre en todo el evangelio– es capaz de creer a partir de unos signos materiales, que en sí no producen la fe. Sólo una fe profunda, cimentada en la Palabra de Dios, y una confianza plena en la persona de Jesús permiten captar y asumir la fuerza de la resurrección del Señor. Será el discípulo que se siente amado personalmente por Jesús quien entenderá que Jesús vive, que ha vuelto a la vida, que su mensaje y su proyecto valen la pena. Dios Padre resucitándolo lo ha certificado.

jueves, 29 de marzo de 2018

Viernes Santo - Jn 18,1-19,42

Cada Viernes Santo se vuelve a proclamar el evangelio de la pasión. Esta vez según el evangelista san Juan. Y lo hacemos para conmemorar la pasión y muerte violenta de Jesús. El Jueves santo recordamos que nos amó hasta el extremo. En esta ocasión queda patente en la narración de los acontecimientos del primer viernes santo.

Jesús interrogado, escupido, burlado, coronado de espinas, azotado, camino de la cruz, crucificado, ridiculizado, muerto nos muestra el rostro humano de Dios. Un Dios solidario con nosotros, con nuestros sufrimientos, con nuestro dolor, con nuestra impotencia. Él ha querido experimentarlo en su propia carne. El Dios de Jesús es Alguien que padece con el que sufre. Dios no quiere el mal humano, aborrece el sufrimiento de los que considera y son sus hijos, cada uno de nosotros y de nosotras.

El Viernes Santo nos recuerda esta realidad. Nos muestra una situación de sufrimiento, de dolor y de muerte. Pero, al mismo tiempo, de esperanza, de vida, de resistencia ante la injusticia, ante el mal. Es expectativa de resurrección. El sepulcro de Jesús, la muerte, la iniquidad, no tienen la última palabra. Tenemos la seguridad de que el bien vencerá; la justicia se impondrá; la vida vencerá a la muerte. Dios es un Dios de amor y de vida.

lunes, 26 de marzo de 2018

Jueves Santo - Jn 13,1-15

El Jueves santo celebramos la última cena de Jesús con sus discípulos, antes de su muerte. Y el evangelio que nos propone para este día la liturgia es el de la escena de Jesús lavando los pies de sus seguidores.

El evangelista quiere subrayar el sentido profundo de esta cena que nosotros actualizamos en cada eucaristía. Lo nuclear, lo definitivo es el amor: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» Es un amor que no se para ante el sacrificio de la propia vida. Jesús nos ha amado, nos ama así. El seguimiento de Jesús implica entrar en esta dinámica, la del amor. Si no nuestra participación en el culto, en la eucaristía es un sin sentido, algo vacío.

No sé si estaríamos dispuestos, por amor, a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Seguramente no nos encontraremos en esta circunstancia. Pero lo que sí es seguro que tenemos oportunidades continuamente de demostrar ese amor en cosas más sencillas, más cotidianas. ¿Estamos dispuestos a ser servidores de los otros, lavándoles los pies, por ejemplo? El amor se muestra en lo cotidiano: en la actitud real de servicio, en buscar que el otro o la otra sean felices, en hacer propias las necesidades materiales o espirituales del próximo, etc. Jesús es claro y contundente: «os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» 

martes, 20 de marzo de 2018

Domingo de Ramos, ciclo B - Mc 14,1–15,47

Jesús entra en Jerusalén pocos días antes de su pasión. De hecho la liturgia nos lo quiere recordar con los dos evangelios que se leen en este día: uno para la bendición de la palmas (entrada en Jerusalén montado en un borrico) y otro para la celebración de la eucaristía (narración de la pasión, este año del evangelio de Marcos).

Son las dos caras de la misma moneda: la gente sencilla lo aclama, proclama la llegada del reino de Dios; mientras que los poderosos traman su muerte, «los sumos sacerdotes y los escribas pretendían prender a Jesús a traición y darle muerte»

La muerte de Jesús que buscan el poder religioso (sumos sacerdotes, ancianos y escribas) y el político (procurador romano) responde a cómo vivió Jesús y a su predicación. Es alguien molesto.

La causa de Jesús no acabará con su muerte. Sus enemigos se equivocaron pensando que matándolo la pondrían punto final. El reino de Dios, que aclamaban gritando la gente sencilla al paso de Jesús, llega. Nada ni nadie lo puede parar. El final del evangelio que hoy hemos escuchado y meditado no ha llegado todavía. La última palabra en la historia la tiene Dios y, en este caso, será resucitando a su Hijo.

Serán los sencillos los que verán colmadas sus esperanzas. La prepotencia de los poderosos no tiene la última palabra.

domingo, 18 de marzo de 2018

San José, esposo de María - Lc 2,41-51a

De José, el esposo de María, la madre de Jesús, tenemos muy pocos datos. Los evangelios son parcos en ofrecernos noticias de este personaje, por otro lado, extraordinario. Sabemos que se desposó con María; que no entendía la concepción virginal de Jesús, pero aún así acepta la voluntad de Dios; que era un hombre justo, bueno, de una fe profunda; que cuidó de Jesús y de María; que trabajaba de carpintero, oficio que enseño también a Jesús, y poco más sabemos.

En pocas palabras, era un hombre sencillo, con una fe inquebrantable. Suponemos que como un buen padre judío enseñaría a su hijo adoptivo, a Jesús, junto con María, las primeras oraciones, le explicaría lo que él sencillamente sabía de las Escrituras sagradas, le acompañaría en muchas ocasiones a la sinagoga para que aprendiese la Palabra de Dios, como también en las fiestas principales, sobre todo en la de la Pascua, al Templo de Jerusalén. Uno de los dos evangelios posibles que nos propone hoy la liturgia (Lc 2,41-51a) nos narra una de estas visitas a Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años.

José es un ejemplo de hombre bueno, de padre abnegado, de honestidad y de fe sencilla. Todos estos valores son fundamentales, también hoy. Lo importante no es lo extraordinario: Dios se manifiesta en la sencillez, en la humildad, en la entrega; y en todo esto es maestro José.

martes, 13 de marzo de 2018

Domingo V de Cuaresma, ciclo B - Jn 12,20-33

Está próximo el final trágico de Jesús; Él lo presiente. Pero, su fe inquebrantable en el Padre le hace intuir, le da la certeza de que del sufrimiento y de la muerte puede resurgir vida: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre»

Desde esta perspectiva es comprensible su extraña afirmación: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» Nuestra experiencia y opinión va en otra dirección. Nos cuesta entender que dé fruto, y menos mucho fruto, el dolor y el sufrimiento, la muerte. Pero nuestra fe en la resurrección de Jesús nos proporciona la convicción de que Él tenía razón.

Pero esta perspectiva es exportable a nuestras vidas. El sufrimiento, el dolor y la muerte forman parte de la naturaleza humana. Por más que queramos esconder esta realidad, huir de ella, nos la encontramos en la propia vida, en la de nuestra familia, en los amigos… Jesús nos ofrece otra lectura de estas realidades. No tiene nada que ver con una búsqueda masoquista del dolor. Es aceptar el sufrimiento inevitable, aquel sobre el que no podemos tener control. Comprobar, tener la certeza, de que la enfermedad,  incluso la más incapacitante, el dolor y la muerte tienen un valor, un valor salvífico.  El sufrimiento y la muerte de Jesús, junto con su resurrección lo certifican.

martes, 6 de marzo de 2018

Domingo IV de Cuaresma, ciclo B - Jn 3,14-21

La muerte de Jesús en la cruz no es un fracaso. Su muerte trae vida. Más aún, vida sin fin, vida eterna. La vida, la predicación, pero, sobre todo, la muerte de Jesucristo es el acto supremo de amor de Dios. Dios-Padre no quiere que se pierda ni uno solo de nosotros. Nos ama de forma individual, personalizada, no de manera colectiva. Cada ser humano es objeto personal del amor de Dios. El periodo de la Cuaresma nos prepara para apreciar en toda su intensidad el acto sublime del amor de donación de Jesús. 

La oscuridad de la muerte, en Jesús se convierte en luz. Él es «la luz que vino al mundo» Pero hay el peligro de que prefiramos «la tiniebla a la luz» La causa de Jesús vale la pena: es luz. El mundo está lleno de oscuridad, de injusticias, de atentados a la dignidad de la persona, de mal. Pero otro mundo es posible. La cruz, la muerte y la resurrección de Jesús nos lo anuncian, lo inauguran. El amor inmenso de Dios, hecho carne en Jesús, nos muestra el único camino posible, el del amor. Un amor que nos empuja a luchar para que sea respetada la dignidad de cada persona, a reconocer en el otro a un hermano o una hermana, a hacer propios los sufrimientos y las necesidades de cada persona. Es más fácil, es verdad, una vida soporífera, en el que sólo cuenta mi ego, yo y mi entorno más próximo, el pasármelo bien, el no complicarme la vida. Pero esa no fue la opción de Jesús; no es luz; no es vida inagotable.