domingo, 29 de octubre de 2017

Todos los Santos - Mt 5,1-12a

Lugar donde la tradición sitúa el «Sermón de la montaña»
El 1 de noviembre celebramos la solemnidad de «todos los santos», de tantos y tantas que ya están disfrutando plenamente del amor de Dios, porque su vida ha sido –en mayor o menor grado– una respuesta de amor. 

¿Cuántos?, ¿cuántas?: seguramente un número que se escapa a todas nuestras cuentas, una cifra que no sé si cabe en el ordenador más potente del mundo. En la primera lectura, del libro del Apocalipsis, se menciona «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua». Es realmente consolador.

El evangelio de esta festividad es el «sermón de la montaña» y en él Jesús nos habla de quienes son los felices, los dichosos, aquellos que están llamado a vivir la alegría en plenitud. Y curiosamente no se corresponde con los que normalmente pensamos que son los afortunados: aquellos que tienen dinero, poder, prestigio, fama… ¡No!, los felices del evangelio son los pobres, los que sufren diversas desgracias, aquellos que no les ha ido bien en la vida. Y junto a ellos, los que saben amar, lo que se empeñan en un mundo más justo donde reine la paz, los que luchan por un mundo donde todos puedan vivir. Es posible que entre unos y otros consigamos que el mundo cambie; que los seres humanos sean más solidarios; que la alegría, la paz, el amor, los bienes de la tierra sean algo de todos y no de unos pocos. Es una tarea a realizar aquí y ahora, aunque conscientes que su plenitud sólo la podremos disfrutar en el cielo, donde la única medida es la del amor.

lunes, 23 de octubre de 2017

Domingo XXX del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 22,34-40

Oración del Shemá
A la pregunta sobre cuál es el mandamiento principal, Jesús contestará con dos textos de las Escrituras, uno del libro del Deuteronomio que recoge la oración del «Shemá» que todo israelita recitaba dos veces al día, por la mañana y al anochecer, donde se recuerda el amor que se debe a Dios, un amor que implica toda la existencia. Pero, junto a esta cita, recoge otra del Levítico que exige el amor al prójimo. Y finaliza la respuesta con una afirmación curiosa: «Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los Profetas» En el lenguaje semita es lo mismo que declarar que lo que da sentido a la Escritura, a la Palabra de Dios es precisamente este doble mandato del amor a Dios y a todos los seres humanos.

Es un evangelio que hemos oído y leído muchas veces. Es una enseñanza que por repetida no siempre «cala» en nuestra existencia, somos «impermeables» a la Palabra de Dios, no entra dentro de nosotros. Pero la verdad es que la enseñanza de Jesús es clara. El Dios de Jesús es un Dios de misericordia, de amor entrañable, compasivo (nos lo recuerda el fragmento del Éxodo de la primera lectura), no soporta las injusticias y escucha siempre el clamor del oprimido. El amor a Dios y al prójimo debe traducirse en hechos concretos. Significa una apuesta por la voluntad de Dios, por el bien de los seres humanos, por la justicia, por los más débiles y necesitados. Si no la Palabra de Dios no pasará de unas ideas bonitas, pero sin fuerza para que las cosas cambien, según el plan amoroso de Dios.

lunes, 16 de octubre de 2017

Domingo XXIX del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 22,15-21

La escena que nos presenta el evangelio de este domingo no es inocente. La pregunta que hacen a Jesús sobre el pago del impuesto a Roma no busca la verdad sino comprometer a Jesús. Por eso Jesús les llama hipócritas. Cuanta hipocresía puede haber en nuestras preguntas e incluso en nuestras actitudes, cuando no buscamos la verdad y el bien sino el hundir, el ridiculizar al que tenemos enfrente, al que consideramos nuestro adversario. Jesús no soporta estas actitudes. Esta forma de actuar no es de los que dan «a Dios lo que es de Dios»

La respuesta de Jesús está en esta línea. Aquellos que le interpelan no les repugna llevar en el bolsillo monedas con la efigie del emperador, lo que facilita la réplica de Jesús: «pagad al César lo que es del César». Pero lo nuclear de la respuesta de Jesús está en la segunda parte: «a Dios lo que es de Dios». Nuestras vidas llevan grabadas la  imagen de Dios, y nuestra existencia ha de ser una respuesta a esta realidad. Le debemos a Dios la existencia, el sentido de nuestra vida, el amor entrañable que derrama sobre todos y cada uno de nosotros cada día, el don precioso de la fe, la salvación otorgada en Jesús, el reconocernos y ser hijos e hijas de Dios y, por tanto, hermanos de toda la humanidad… Dar a Dios lo que es de Dios es entrar en una dinámica bien distinta de la actitud hipócrita, que no busca ni la verdad ni el bien; es unirse a la forma de ser de Jesús y a su mensaje que acoge a todos.

lunes, 9 de octubre de 2017

Domingo XXVIII del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 22,1-14

Otra imagen bíblica habitual, junto con la de la viña, que hemos visto en los domingos anteriores, es la de un banquete. De hecho la otra vida es imaginada como un gran banquete. Y Jesús, en la parábola de hoy, se hace eco de esta imagen para explicar diversas actitudes ante la invitación a participar del reino de Dios, del banquete del reino. El pueblo de Dios rechaza la llamada del Padre a participar del convite de la vida y del amor, el banquete de las bodas del Hijo. Los invitados conocían –como nosotros y nosotras– lo que significa este banquete pero «no quieren ir», prefieren marchar a «sus tierras y a sus negocios». La llamada de Dios no tiene respuesta en sus vidas. No se toman, no nos tomamos, en serio a Dios ni a su llamada a construir un mundo más fraterno, en el que todos/as nos podemos sentar en la misma mesa. 

Pero la llamada es universal y los enviados han de invitar a todo el que encuentren por el camino y en los cruces de los caminos, «buenos y malos». Todos y todas son llamados a participar de este banquete. Aunque esto significa el estar dispuesto a responder a esta llamada, a vestirse el «traje de fiesta», a participar del «banquete del reino» en el que nadie es excluido, donde todos y todas han de empeñarse en hacerlo posible.

martes, 3 de octubre de 2017

Domingo XXVII del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 21,33-43

Hoy vuelve a aparecer el tema de la viña como imagen del pueblo de Dios. Esta viña es objeto del amor y de los cuidados de su «propietario», que es el mismo Dios. Pero aquellos que tienen el encargo de mantener la solicitud por el pueblo de Dios son presentados en la parábola como egoístas y ávidos de poder, de manera que no se detienen incluso ante el asesinato. Jesús se está refiriendo a tantas situaciones históricas en las que los enviados de Dios, los profetas, aquellos que proclaman la Palabra de Dios no son bien acogidos por los que detentan el poder, cualquier forma de poder. La fidelidad de estos mensajeros del plan salvífico divino les lleva a arriesgar incluso su integridad física. La muerte de Jesús, el Hijo, es consecuencia de su forma de vivir y del mensaje que predica.

Cuántos hombres y cuántas mujeres, también hoy, arriesgan su vida por ser fieles a la «buena noticia» de Jesús, por proclamar los valores del Reino, por defender los derechos de los más pobres y los más débiles. Cuantas voces proféticas, también hoy, quieren ser silenciadas, porque estorban, porque no se dejan domesticar.

No se puede exigir a todos actitudes heroicas, pero sí el reconocer estas voces que nos recuerdan que las cosas pueden cambiar, que es posible un mundo más justo, que el plan de Dios es el bien de la humanidad, que el mensaje de Jesús sigue vivo, que valió la pena su muerte, que su resurrección es la garantía de que Dios Padre avaló, sigue avalando, su mensaje.