Juan
nos presenta, en el evangelio de este domingo, un relato de milagro o mejor,
cómo él prefiere denominarlo, de «signo» de una realidad más profunda. Cada uno
de los personajes de la narración es fácil identificarlo con diferentes
actitudes en la comunidad eclesial o en relación de dicha comunidad con el
exterior.
Jesús
es el protagonista principal: Él es la luz, capaz de iluminar la oscuridad y la
ceguera de los seres humanos. Él es la respuesta a las diversas preguntas que
se hacen los hombres y las mujeres sobre el sentido de la existencia. Pero sólo
desde una disposición de apertura al don de Dios, de sencillez, de pobreza (en
el sentido de sentirse necesitado, en contraposición a la autosuficiencia) es
posible captar, recibir, salir de la ceguera del pecado, del mal y ver la luz.
Los
fariseos representan en el relato la cerrazón, la ceguera, la imposibilidad de
ver, porque no están ni siquiera dispuestos a reconocer su necesidad de luz.
Los discípulos, por su parte, no entienden, pero preguntan, buscan..., y serán
espectadores privilegiados de la acción de Dios, a través de Jesús. Los padres
del ciego personifican la actitud de cobardía, de miedo a complicarse la vida;
han visto el cambio radical acaecido en su hijo, pero no son capaces de
testimoniarlo públicamente. El ciego que recobra la vista participa de todo un
camino de conversión: es curado de su ceguera física y, más importante, de la
ceguera espiritual. Él acaba reconociendo a Jesús como Señor, aunque ello le
acarrea insultos y marginación; pero ha descubierto la Luz.