Comenzamos un nuevo tiempo de
Adviento, de espera de la venida del Señor. Los textos litúrgicos nos invitan a
estar preparados, a una actitud de expectativa, de vela, como el centinela que vigila
sin dormirse. Pablo, en la carta a los romanos (segunda lectura), nos recuerda
que nuestra salvación está «más cerca» y que nuestra vida se debe adecuar a una
espera próxima de la venida del Señor. Y esto es una «buena noticia». El
evangelio de hoy, en la misma línea, nos invita a estar siempre preparados, a
no adormecernos, a vivir en la tensión de la espera del Señor.
Nuestra
existencia debe ser una respuesta a la llamada de Jesús, un cambio radical en
nuestros criterios y en nuestras actitudes. Es una invitación a salir de la
mediocridad y empeñarnos –dentro de nuestras posibilidades– en cambiar las cosas:
que el mundo sea más justo; que todos respeten la dignidad de cada persona –independientemente de su raza, condición
social, sexo o religión–; que cada ser humano considere al otro su hermano,
todos hijos del mismo Padre; que nos empeñemos en la tarea de la
evangelización...
No podemos
«esperar a mañana», porque no sabemos si habrá mañana: Él vendrá sin avisar,
como «viene el ladrón». Dice un refrán castellano: «no dejes para mañana, lo
que puedas hacer hoy»