El seguimiento de Jesús, amarle, ser
discípulo o discípula suyos implica guardar su Palabra. Guardar no en el
sentido de esconder, de ponerla bajo llave, de tenerla tanto «respeto» que
nuestra relación con ella sea de distancia. Guardar la Palabra de Dios significa
conocerla, leerla y meditarla con frecuencia, convertirla en nuestra habitual
oración, compartirla, hacer que informe toda nuestra vida, que nuestras
decisiones estén fundamentadas en ella, que llene nuestro corazón y nuestra
mente, que nuestra vida personal y comunitaria la actualice constantemente.
Quien convierte la Palabra de Dios en su
«brújula», quien la guarda, Dios Padre y el Hijo harán morada en ella o en él,
y el Espíritu Santo desde su interior será su consejero, le irá descubriendo la
maravilla del mensaje de Jesús, el amor inmenso de Dios narrado en su Palabra.
Y hallará la auténtica paz. Una paz que es don de Dios, una paz que no es como
la da el mundo, una paz que significa armonía, concordia, seguridad, felicidad, alegría... Una paz que sólo
la da Dios.