jueves, 24 de febrero de 2011

Domingo VIII del tiempo ordinario - Mt 6,24-34


Con frecuencia oímos hablar de opción fundamental u opciones fundamentales y ésta es una expresión que nos produce un cierto rechazo, angustia o, al menos, desasosiego. Parece que nos gusta más hacer pequeñas elecciones que no nos comprometan demasiado y que podamos variar en cualquier momento. Pero viene Jesús y afirma que hay que elegir y que esta elección ha de ser en profundidad: «No se puede servir a Dios y al dinero» Nos está pidiendo una opción fundamental, en la que no caben componendas.

La opción fundamental no es, de ninguna manera, un atentado a nuestra libertad. Al contrario, demanda el uso de esta facultad hasta las últimas consecuencias. En el fondo no nos gusta demasiado la libertad, por eso nos asustan las opciones fundamentales.

Nuestra opción es por Jesús, por su evangelio, por los valores del Reino. Y esta elección compromete nuestra existencia. Pero, vale la pena; por eso hemos hecho de ella nuestra opción fundamental: «Buscad primeramente el reino de los cielos y el hacer lo que es justo delante de Dios, y todas esas cosas se os darán por añadidura» El resto de cosas son eso: «añadiduras». Hemos hecho la mejor elección posible.

jueves, 17 de febrero de 2011

Domingo VII del tiempo ordinario - Mt 5,38-48

Voluntarios en Haití

Las afirmaciones de Jesús en el evangelio de este domingo, continuando con la lectura del sermón de la montaña, nos resultan chocantes, irrealizables. Alguien ha hablado de utopía, de una moral de máximos, de exageraciones para hacer reaccionar a los interlocutores. Pero realmente ¿son sólo palabras bonitas, pero desorbitadas, impracticables?

Comentaremos brevemente dos de las aseveraciones que, en cierta manera, condensan el resto de las que encontramos en este fragmento de evangelio: «No resistáis a quien os haga algún daño»; «amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» La verdad es que no es fácil lo que nos pide Jesús: la no-resistencia y el amor. Pero la realidad es que son muchos los testimonios en misioneros y misioneras, en el voluntariado cristiano ayudando a los necesitados, en cristianos que trabajan y luchan cada día por un mundo mejor y un largo etcétera que lo han puesto y lo están poniendo cotidianamente en práctica. Imaginemos que todos y todas los que nos llamamos discipulado de Jesús lo viviésemos: cuantas cosas cambiarían.

Y es que lo que nos sugiere Jesús es nada más y nada menos que imitemos, como buenos hijos, a nuestro Padre: «Él hace que su sol salga sobre malos y buenos, envía la lluvia sobre justos e injustos» Él ama gratuitamente a todos y nos pide que nosotros hagamos lo mismo.

jueves, 10 de febrero de 2011

Domingo VI del tiempo ordinario - Mt 5,17-37


Continuamos con el sermón de la montaña, un auténtico discurso programático de Jesús. En el fragmento que escuchamos (leemos) hoy afirmará que no ha venido a reemplazar lo que está escrito en el Antiguo Testamento (Moisés y los Profetas) sino a «darle su verdadero sentido», su sentido más pleno.

Por este motivo llena de contenido cada uno de los mandamientos que podemos leer en las Escrituras hebreas. El mandamiento «no matarás» no significa, no implica sólo la prohibición de quitar la vida a un semejante. Jesús va mucho más lejos: si me enojo contra mi hermano, si lo insulto, si lo humillo, si lo injurio… no estoy viviendo según el espíritu de la Palabra salvífica de Dios. Y es que aquel o aquella contra quien estoy actuando es mi hermano, es mi hermana, es hijo, hija de Dios. No es tan importante lo que está mandado o prohibido sino la actitud: la actitud de amor que es más fuerte que cualquier mandato.

Esa forma de actuar, de vivir condiciona toda mi religiosidad. Si no estoy dispuesto a perdonar, a amar, a respetar al otro, si no me reconcilio con mi hermano, con mi hermana (cada uno de mis semejantes) no puedo participar del culto eclesial, no puedo compartir la eucaristía. Por tanto he de ponerme en paz con mi hermano, dirá Jesús, antes de acercarme a dar culto a su Padre, a mi Padre, a Dios.

jueves, 3 de febrero de 2011

Domingo V del tiempo ordinario - Mt 5,13-16


En el evangelio de este domingo Jesús compara a sus discípulos con dos realidades cotidianas: la sal y la luz. El Maestro habla un lenguaje comprensible por todos: partiendo de las realidades diarias ilustra las verdades más profundas.

Los seguidores de Jesús han (hemos) de ser como la sal. La sal da sabor, conserva los alimentos, aviva el fuego. Todas estas cualidades pide Jesús para su discipulado. La sal prácticamente no se ve, su presencia es casi imperceptible; pero si falta se echa de menos. Nada es igual sin ella. Tenemos la misión de dar sabor a la vida, que ésta tenga sentido; de conservar lo mejor que hay en cada una de las personas, de las comunidades, también de la sociedad y de la Iglesia; y de avivar el fuego: la vida sin pasión no es vida; el cristianismo sin pasión pierde toda su fuerza. Aunque siempre sin buscar protagonismos, como la sal que prácticamente no se ve.

Y también hemos de ser luz. La luz es lo contrario a la oscuridad. La oscuridad es sinónimo de miedo, de mal, de pecado, de escondido, de injusticia… La misión del seguidor o seguidora de Jesús es iluminar estas realidades, denunciar el mal y la injusticia, ser luz en todas las situaciones de «oscuridad»: de impunidad, arbitrariedad, tiranía, inmoralidad, violencia física o moral... Y este encargo no suele ser ni cómodo ni fácil.

El cometido que encomienda Jesús a su discipulado es exigente, e implica una misión irremplazable.