martes, 30 de marzo de 2010

Jueves Santo - Jn 13,1-15

El evangelio de Juan subraya, en la narración de la última cena, el amor y el espíritu de servicio de Jesús. Está interpelando a la comunidad cristiana, a cada discípulo o discípula: no puedes ser seguidor de Jesús, no puedes participar plenamente de la Eucaristía si no haces tuyas estas actitudes; si no te haces el servidor de todos; si no estás dispuesto a ponerte a los pies de los demás.

La teoría la conocemos muy bien; nos la recuerda la liturgia de cada «Jueves santo»; la hemos leído – escuchado infinidad de veces. Jesús, también a nosotros cristianos y cristianas del siglo XXI, nos pregunta: «¿Comprendéis lo que he hecho?» Supongo que la totalidad contestaríamos que sí, que lo entendemos, que lo comprendemos. A nivel intelectual no tenemos ninguna duda, ninguna objeción. Pero, Jesús añade: «lo que yo he hecho…, hacedlo también vosotros» Ya no es lo mismo; aquí no habla ni de entender ni de creer, si no de hacer. La fe si no se traduce en vida, en actitudes es una quimera, una mentira.

La actitud que vive Jesús y que pide a sus seguidores es de amor: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.» Y esta actitud puede significar hasta las últimas consecuencias (¿hasta la muerte?); pero habitualmente implica algo más normal, más común: estar siempre dispuesto para los demás; hacer propias las alegrías, pero también las angustias, los miedos, las necesidades del otro.

jueves, 25 de marzo de 2010

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Lc 19,28-40 / Lc 22,14–23,56

Hoy celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por el pueblo –procesión y bendición de los ramos– y, al mismo tiempo, con la lectura del evangelio de la Pasión –ya en la Eucaristía–, anticipamos el desenlace trágico de la vida de Jesús, con su muerte en la cruz.

Son las dos caras de la celebración de este día: aclamación y pasión. La primera, alguno dirá, más folclórica; la segunda, de una gran fuerza dramática. Creo que ninguno de los dos aspectos sobra: son complementarios. La alabanza a Dios, aunque sólo sea en momentos puntuales o circunstanciales, es siempre algo bueno: «Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras.»

El evangelio de la Pasión, en la celebración eucarística, nos recuerda que la vida y el mensaje de Jesús y, por consiguiente, de todo cristiano, no es un paseo triunfal; con frecuencia está cargado de dificultades y, en algunos casos, con un final trágico: ahí está el ejemplo de tantos mártires de ayer y de hoy. En la narración evangélica encontramos momentos entrañables, como la última cena; de oración intensa; de traición; de arrepentimiento; de burla y sarcasmo; de perdón; de muerte…; de esperanza. La lectura / escucha atenta de este evangelio es un buen ejercicio de meditación y de examen de conciencia: ¿mi vida responde al mensaje y a la vida de Jesús?

viernes, 19 de marzo de 2010

Domingo V de Cuaresma - Jn 8,1-11

Jesús está enseñando a la gente, después de una noche de oración. La fuerza de su enseñanza nace del contacto íntimo y frecuente con Dios Padre. Pero, algunos de los que se creen mejores que los demás interrumpen la predicación de Jesús, trayendo, a la fuerza, a una mujer, a la que acusan de adulterio.

Cuantas mujeres a lo largo de la historia han sufrido discriminación; han sido tratadas como inferiores; han sido castigadas, a causa de sus debilidades o de acusaciones falsas, por hombres perversos que utilizan diferente medida según se trate de una mujer o de un hombre. También hoy existen discriminaciones contra la mujer, y no sólo en países donde una escena similar a la del evangelio se sigue repitiendo, muchas veces con un final trágico. Aún no hemos asumido suficientemente, tampoco nosotros, que todo ser humano tiene la misma dignidad y los mismos derechos.

Jesús no quiere ser cómplice de esta injusticia. Hace ver a sus interlocutores que ellos, hombres, también son pecadores, que en su corazón anida el mal, que no tienen derecho a juzgar a nadie. Y a la mujer la dirige una mirada de amor, de comprensión. No justifica su pecado, pero tampoco la condena: le ofrece otra oportunidad.

Nuestras comunidades cristianas han de ser ejemplo de esta forma de actuar: de respeto, de comprensión, de perdón, de amor. Los largos ratos de oración, junto al Padre, son una buena escuela.

lunes, 15 de marzo de 2010

San José, esposo de María - Mt 1,16.18-21.24a

Los textos evangélicos que tenemos sobre esta gran figura, José, el esposo de María, madre de Jesús, son escasos. Sólo aparece en las genealogías y en los llamados «evangelios de la infancia» que nos proporcionan los evangelistas Mateo y Lucas.

José es presentado en el evangelio mateano como un hombre justo; alguien atento a la voluntad de Dios; una persona que acepta, desde la fe, un puesto secundario, pero necesario –yo diría imprescindible– en la familia de Nazaret, más aún, en el proyecto de Dios para la Humanidad, en la Encarnación del Hijo de Dios.

Decir «justo», en el mundo de la Biblia, es el calificativo mayor posible. Se aplica a alguien que vive según la voluntad de Dios: una persona de bien, abierta al plan de Dios. Y, también, por consiguiente, acreedor de las bendiciones divinas. Ese es José, el esposo de María.

No es difícil imaginar cómo estuvo al lado de Jesús en su infancia y juventud; cómo se preocupó –junto a su esposa María– de su alimentación, de su educación, de su cuidado. Cómo también le enseñó su profesión; de que forma, sin dudas, le introdujo en el conocimiento y amor a las Escrituras; le inició en los valores humanos y religiosos, que bien conocía y, sobre todo, lo amó como un buen padre. José sigue siendo actualmente un ejemplo a seguir.

jueves, 11 de marzo de 2010

Domingo IV de Cuaresma - Lc 15,1-3.11-32

Los destinatarios inmediatos de la parábola, que nos narra el evangelio de hoy, son dos segmentos de la sociedad judía de la época bien diferentes: por un lado los publicanos y los pecadores (gente de mala calaña) que se acercan a Jesús para escucharle; por otro los fariseos y los escribas (personas religiosas y buenas) que están allí murmurando, criticando. La presentación de los personajes nos sugiere «otra lectura» diferente de la habitual. También hoy es posible una lectura similar.

No obstante, el protagonismo principal de la parábola no es de los publicanos y pecadores –caracterizados en el hijo menor– ni de los fariseos y escribas –personificados en el hijo mayor–, sino del padre de ambos, imagen de Dios Padre. Este Padre es amor infinito, misericordioso, acogedor, paternal –más aún, maternal–, que se alegra cuando alguien que se había perdido vuelve, que perdona, que ama generosamente, que corre, abraza y besa tiernamente, que devuelve la dignidad perdida, que quiere que todos y todas participen de su alegría. E invita a los «cumplidores», a los críticos a que compartan esta misma actitud. Un Dios que no espera que el alejado venga y pida perdón, si no que sale a su encuentro. Éste es el mensaje central del evangelio de hoy: un Dios que ama sin medida, y nos invita a hacer nosotros lo mismo.

jueves, 4 de marzo de 2010

Domingo III de Cuaresma - Lc 13,1-9

Jesús advierte contra la crítica fácil, también en ambientes de creyentes. Todos, sin excepción, somos pecadores; nos lo recuerda el evangelio de este domingo. Aún más, los creyentes no somos mejores que los demás; no nos podemos creer esa falacia. Nuestra vida, con frecuencia, queda lejos de estar orientada hacia el bien.

La realidad es que Dios tiene con nosotros una paciencia infinita: «tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro.» Cuantas veces nuestra vida está llena de propósitos que no han pasado de eso, de propósitos. Pero el Señor siempre está ahí, a nuestro lado, contando con nosotros, ofreciéndonos una nueva oportunidad.

Esta narración no es una constatación pesimista de nuestra realidad cotidiana, personal y comunitaria, como puede parecer lo que hemos comentado hasta ahora. Es una llamada a la esperanza: las cosas pueden cambiar, en nuestra vida, en la comunidad. Dios cuenta con nosotros, con nosotras, para llevar su plan amoroso a toda la humanidad.

Dios no es una voz acusadora, sino amorosa, paciente. Está dispuesto a ofrecernos siempre una segunda oportunidad, una tercera, una… Pero, ¿le vamos a hacer esperar eternamente?

lunes, 1 de marzo de 2010

Un Dios que se manifiesta en la historia

La experiencia primordial de Israel, de la que encontramos continuamente ecos en toda la Biblia hebrea, es la de un Dios que se hace presente en la historia del pueblo; un Dios que participa del devenir de su existencia cotidiana. El Dios de la Biblia se revela a sí mismo como «Señor de la historia». Este señorío no tiene como objetivo el manipular la historia humana ni el convertir a sus protagonistas, los hombres y las mujeres, en marionetas. Es un Dios que quiere el bien del ser humano, que le muestra –no le impone– el camino idóneo, advirtiéndole de los peligros de seguir una opción errónea, engañosa, injusta.

El Señor de la historia aparece como un Dios «parcial», Alguien que se pone del lado del más débil, del oprimido, del pequeño… Aquellos que no tienen quien les defienda, que nadie apuesta por su causa, tienen de su parte al Señor.

Sobre todo, pero no exclusivamente, las narraciones del Éxodo nos hablan de un Dios que no permanece impasible ante el sufrimiento del oprimido. Dios no es un mero espectador de la historia –como en muchas ocasiones es presentado o imaginado–; Él escucha su clamor, recuerda su Alianza, mira la humillación que están padeciendo, conoce a su pueblo (cf. Ex 2,23-25).

Escuchar, recordar y mirar son verbos, acciones que implican a toda la persona en la antropología bíblica, que indican la totalidad. Dios se involucra plenamente en la historia humana, toma partido por los más débiles: los escucha, los mira compadeciéndose, es fiel a sus promesas. Dios también «conoce» a su pueblo. El verbo «conocer» en hebreo tiene un sentido de intensidad, de relación personal, de intimidad. El Dios de Israel no conoce superficialmente o de oídas, conoce en profundidad, hace suyo el sufrimiento del oprimido.

El texto que podemos seguir leyendo nos narra el cómo Dios se vale de una persona, de Moisés, para ejecutar su acción salvífica, en favor del pueblo. Moisés es un personaje con muchas limitaciones, que se siente impotente para realizar lo que Dios le pide y, por tanto, manifiesta al Señor muchas objeciones a la misión (Ex 3,11-15; 4,1-18). Aún así llevará al pueblo, con la ayuda imprescindible del Señor, a su liberación.

Es tan crucial esta experiencia liberadora para el pueblo israelita que desde entonces celebrará, como su fiesta principal, el Pesaj o fiesta de la Pascua. Incluso las primeras comunidades de seguidores de Jesús sentirán la necesidad de hacer una lectura pascual de la muerte y resurrección de Jesús: una nueva Pascua con apertura universal y definitiva.

La experiencia de un Dios que se manifiesta en la historia será una constante tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El Dios de Israel, el Dios de Jesús no es un dios ajeno al sufrimiento humano; es un Dios que se solidariza con dicho sufrimiento, que suscita personas que –de forma consciente o no tan consciente– realizan su acción liberadora, de servicio, de solidaridad, de amor desinteresado.

Jesús con su vida, con su predicación, con su muerte y resurrección nos mostró de forma diáfana a ese Dios siempre presente en nuestra vida, en nuestra historia personal, comunitaria, universal, compartiendo las necesidades y sufrimientos humanos, así como también las alegrías y esperanzas.