jueves, 11 de marzo de 2010

Domingo IV de Cuaresma - Lc 15,1-3.11-32

Los destinatarios inmediatos de la parábola, que nos narra el evangelio de hoy, son dos segmentos de la sociedad judía de la época bien diferentes: por un lado los publicanos y los pecadores (gente de mala calaña) que se acercan a Jesús para escucharle; por otro los fariseos y los escribas (personas religiosas y buenas) que están allí murmurando, criticando. La presentación de los personajes nos sugiere «otra lectura» diferente de la habitual. También hoy es posible una lectura similar.

No obstante, el protagonismo principal de la parábola no es de los publicanos y pecadores –caracterizados en el hijo menor– ni de los fariseos y escribas –personificados en el hijo mayor–, sino del padre de ambos, imagen de Dios Padre. Este Padre es amor infinito, misericordioso, acogedor, paternal –más aún, maternal–, que se alegra cuando alguien que se había perdido vuelve, que perdona, que ama generosamente, que corre, abraza y besa tiernamente, que devuelve la dignidad perdida, que quiere que todos y todas participen de su alegría. E invita a los «cumplidores», a los críticos a que compartan esta misma actitud. Un Dios que no espera que el alejado venga y pida perdón, si no que sale a su encuentro. Éste es el mensaje central del evangelio de hoy: un Dios que ama sin medida, y nos invita a hacer nosotros lo mismo.

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