Hoy celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por el pueblo –procesión y bendición de los ramos– y, al mismo tiempo, con la lectura del evangelio de la Pasión –ya en la Eucaristía–, anticipamos el desenlace trágico de la vida de Jesús, con su muerte en la cruz.
Son las dos caras de la celebración de este día: aclamación y pasión. La primera, alguno dirá, más folclórica; la segunda, de una gran fuerza dramática. Creo que ninguno de los dos aspectos sobra: son complementarios. La alabanza a Dios, aunque sólo sea en momentos puntuales o circunstanciales, es siempre algo bueno: «Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras.»
El evangelio de la Pasión, en la celebración eucarística, nos recuerda que la vida y el mensaje de Jesús y, por consiguiente, de todo cristiano, no es un paseo triunfal; con frecuencia está cargado de dificultades y, en algunos casos, con un final trágico: ahí está el ejemplo de tantos mártires de ayer y de hoy. En la narración evangélica encontramos momentos entrañables, como la última cena; de oración intensa; de traición; de arrepentimiento; de burla y sarcasmo; de perdón; de muerte…; de esperanza. La lectura / escucha atenta de este evangelio es un buen ejercicio de meditación y de examen de conciencia: ¿mi vida responde al mensaje y a la vida de Jesús?
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