Jesús está enseñando a la gente, después de una noche de oración. La fuerza de su enseñanza nace del contacto íntimo y frecuente con Dios Padre. Pero, algunos de los que se creen mejores que los demás interrumpen la predicación de Jesús, trayendo, a la fuerza, a una mujer, a la que acusan de adulterio.
Cuantas mujeres a lo largo de la historia han sufrido discriminación; han sido tratadas como inferiores; han sido castigadas, a causa de sus debilidades o de acusaciones falsas, por hombres perversos que utilizan diferente medida según se trate de una mujer o de un hombre. También hoy existen discriminaciones contra la mujer, y no sólo en países donde una escena similar a la del evangelio se sigue repitiendo, muchas veces con un final trágico. Aún no hemos asumido suficientemente, tampoco nosotros, que todo ser humano tiene la misma dignidad y los mismos derechos.
Jesús no quiere ser cómplice de esta injusticia. Hace ver a sus interlocutores que ellos, hombres, también son pecadores, que en su corazón anida el mal, que no tienen derecho a juzgar a nadie. Y a la mujer la dirige una mirada de amor, de comprensión. No justifica su pecado, pero tampoco la condena: le ofrece otra oportunidad.
Nuestras comunidades cristianas han de ser ejemplo de esta forma de actuar: de respeto, de comprensión, de perdón, de amor. Los largos ratos de oración, junto al Padre, son una buena escuela.
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