martes, 29 de agosto de 2017

Domingo XXII del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 16,21-27

Aunque la respuesta de Pedro sobre la identidad de Jesús es la correcta (evangelio del domingo pasado), su comprensión de la misma deja mucho que desear. Jesús les anuncia el final violento de su vida, lo que ha de padecer y cómo morirá ejecutado, aunque también les anticipa su resurrección; es la consecuencia previsible de su vida y de su predicación. Pero Pedro no está dispuesto a aceptar esa realidad, intenta apartar a Jesús de este destino. No entiende que ese final está unido indisolublemente a la forma de ser de Jesús, a su mesianismo que poco antes ha proclamado, a su estilo de vida. 

Buscar seguridades, tranquilidad, no complicarse la vida, no «molestar» a los poderosos, dejar de predicar la «Buena noticia» del Reino, renunciar a proclamar el amor de Dios a los pobres, enfermos, pecadores, prostitutas y gente de mala de vida, significaría abandonar todo aquello que da sentido a su vida, aunque esto signifique morir violentamente. Jesús está convencido, la experiencia lo enseña, que esta forma de vivir significa esa forma de morir, pero Dios-Padre está de su parte, esa es su esperanza y su convicción.

Nosotros somos más del estilo de Pedro. Nos gusta la vida fácil y tranquila, y cuando el evangelio de Jesús nos interpela, nos complica la existencia nos vienen las crisis. Nos falta estar convencidos que el estilo de Jesús vale la pena, que la vida tiene sentido cuando se gasta y se desgasta en vivir la radicalidad del Evangelio.

martes, 22 de agosto de 2017

Domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 16,13-20

Jesús pregunta a sus discípulos sobre lo que la gente piensa de él. Curiosamente las respuestas. que recoge el evangelio dominical, todas son positivas, insuficientes, pero positivas. Sabemos, por otros pasajes, que todos no tenían una visión tan optimista de la persona y del mensaje de Jesús, sino no hubiese muerto en la cruz. Nos centraremos, no obstante, en las respuestas que nos narra el evangelio de hoy. Jesús es visto como un predicador de los últimos tiempos (Juan Bautista) o como un profeta que proclama la Palabra de Dios en tiempos difíciles (Elías, Jeremías, etc.). Y Jesús sí que es un profeta, sí que es un hombre extraordinario, pero es mucho más.

La respuesta que el narrador pone en boca de Pedro aclara el sentido profundo de la identidad de Jesús: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» Jesús es la respuesta a las expectativas del pueblo de Dios, es el Mesías; pero las sobrepasa, es «el Hijo de Dios vivo». Jesús es la respuesta de Dios a la búsqueda de sentido de toda la Humanidad, es la revelación del amor de Dios a cada ser humano, es Dios que se quiere quedar con nosotros, que decide compartir nuestra condición vulnerable.

No debemos nunca despreciar las diversas respuestas que, también en nuestra época, hacen nuestros contemporáneos sobre la identidad de Jesús, aunque sean limitadas. Esas aproximaciones nos deben animar a predicar, a manifestar con nuestra vida que tienen razón, que Jesús es alguien excepcional, un auténtico transformador social, pero que es mucho más, es la respuesta de Dios a la Humanidad.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Domingo XX del tiempo ordinario,ciclo A - Mt 15,21-28

El evangelio de este domingo nos habla de la fe de una mujer extranjera. Habitualmente los «modelos» de fe eran hombres judíos piadosos. Jesús no está atado a condicionamientos sociales, y nos muestra cómo el don más precioso que es la fe se hace presente en una mujer, que además es extranjera y, por tanto, llamada y considerada una «perra» por sus conciudadanos (los judíos llamaban «perros» despectivamente a los extranjeros y Jesús aprovechará esta circunstancia para demostrar el grave error de este criterio).

La oración de esta mujer se convierte en súplica, en grito desgarrador: «viene detrás gritando», en confianza plena en Jesús, en fe sencilla. Jesús no tiene más remedio que alabar públicamente la fe de esta mujer: «mujer, qué grande es tu fe», y escuchar su ruego, su demanda. La fe lo puede todo y no conoce diferencias de género, de raza o de cultura.

Esta mujer es presentada por el evangelista como modelo de creyente, de discípula, de oración confiada e insistente. Qué fácil es poner etiquetas a la gente, sobre todo a quien es diferente de nosotros. Nos podemos encontrar con auténticas sorpresas, como en el evangelio.

domingo, 13 de agosto de 2017

La Asunción de María, madre de Jesús - Lc 1,39-56

En la fiesta de la Asunción celebramos que María ha subido al cielo y desde allí intercede por todos y cada uno de nosotros y de nosotras. La primera carta de Pablo a los cristianos de Corinto (segunda lectura) nos recuerda que Cristo ha resucitado, que el es la primicia, el primero que como hombre disfruta ya de una vida que no tiene fin, donde la muerte es aniquilada. María –proclama la liturgia de este día– ya está gozando de esta realidad y, desde ella, sigue preocupándose y ocupándose de todos sus hijos e hijas, de cada ser humano.

El evangelio nos presenta a María visitando a su parienta Isabel, haciendo un largo viaje para ponerse a su servicio. Ha sabido por el anuncio del ángel que está embarazada de seis meses y corre a darle la enhorabuena, a alegrarse con ella, pero sobre todo a ayudarla, a atenderla en lo que necesite. María es una mujer servicial, atenta a las necesidades ajenas, y este papel sigue ejerciéndolo, de una forma amorosa.

Ella «canta», «proclama» las grandezas de Dios, un Dios que está del lado de los humildes, de los hambrientos, de los pobres. Un Dios amor: amor misericordioso, amor fiel. Por eso celebramos que desde el cielo sigue atenta a nuestras necesidades y nos muestra un Dios que rompe con muchos esquemas del mundo, con muchos modelos incluso religiosos: un Dios entrañable.

martes, 8 de agosto de 2017

Domingo XIX del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 14,22-33

Después de la escena de la multiplicación de los panes y de los peces, el evangelista sitúa a Jesús –después de despedir a la gente– pasando la noche, solo, en oración. Para Jesús la plegaria es una necesidad vital; todo su obrar nace de su íntima relación con el Padre. No es que siempre esté rezando, pero necesita la frecuencia de la oración para hacer, para actuar, para ponerse al servicio de los demás.

La siguiente escena nos habla del miedo como la actitud contraria a la fe. El que tiene fe se fía, confía. Lo contrapuesto es el miedo, la falta de confianza, la desesperanza. Cuantos miedos externos y/o internos nos paralizan, nos dificultan, nos imposibilitan vivir y compartir la alegría de la «buena noticia» de Jesús. Miedo a los cambios, miedo a lo que piensen los demás, miedo a las dificultades, miedo a la sociedad, al mundo, miedo a un ambiente hostil, miedo al futuro, miedo a la libertad (la propia y la de los demás). Jesús nos ofrece su mano, nos anima: «no tengáis miedo».

La mujer y el hombre de fe se fían de Jesús, saben que la Iglesia, la sociedad, el mundo, la humanidad están en las manos de Dios y no pueden estar en mejores manos. Confían en que es el Espíritu Santo quien dirige la historia y que ésta sólo puede ir hacia adelante, hacia su destino definitivo. Y lo hacen desde una actitud profunda de oración, una oración que les compromete la existencia.

martes, 1 de agosto de 2017

Domingo de la Transfiguración del Señor - Mt 17,1-9

La narración de la escena de la Transfiguración intenta ser un bálsamo, un canto de esperanza en el camino de Jesús con sus discípulos hacia Jerusalén, lugar, como él les ha repetido en diversas ocasiones, donde será ejecutado. Es verdad que junto al anuncio de su pasión y muerte siempre les ha hablado de resurrección, pero ellos no terminan de entender todo esto.

La Transfiguración es un anticipo de la resurrección; es la constatación de que las palabras y los gestos de Jesús, la Buena Noticia del Reino, los valores de este Reino al que son invitados a construir y vivir su discipulado, la utopía de un mundo donde sea respetada la dignidad de todos… no son un fracaso de un soñador cualquiera. La Palabra de Dios, siempre viva y eficaz, lo avalan; ésta es representada por Moisés y Elías (la Torá y los profetas); Dios mismo lo certifica: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo» Pero antes es necesario pasar por la incomprensión, por el sufrimiento, por la cruz.

La vida cristiana a veces tiene también mucho de esto: la resurrección, un horizonte de claridad, de esperanza, de resurgimiento… sólo se da después de la cruz. Pero, ¡vale la pena!