miércoles, 25 de junio de 2014

San Pedro y san Pablo, apóstoles - Mt 16,13-19

En este domingo celebramos la fiesta de las dos grandes columnas de la Iglesia, san Pedro y san Pablo. La primera y la segunda lectura sitúan a estos dos personajes en la cárcel, encadenados a causa del testimonio del evangelio de Jesús. En el evangelio, después de la promesa de edificar la Iglesia sobre la piedra de Pedro, Jesús afirma que «el poder del infierno no la derrotará».

Tanto Pedro como Pablo viven la esperanza, la confianza en las palabras del Señor. Saben que es posible que pierdan su libertad, incluso su vida por dar testimonio de la verdad. Pero, están convencidos que la victoria definitiva será de la verdad, del mensaje de Jesús, del evangelio. Han gastado sus esfuerzos y toda su existencia en hacer presente la «buena noticia» de Jesús, en predicar y comunicar con su vida la salvación de Dios, en comunicar que Dios ama a todos los hombres y a todas las mujeres de forma paternal, maternal, entrañable…, y que cada ser humano, por consiguiente, ha de ver en el otro a su hermano, a su hermana. 

Han puesto el listón muy alto. Para ellos el seguir a Jesús no ha sido algo sociológico o por costumbre; han comprometido toda su existencia, porque se han fiado de la Palabra de Jesús, porque Jesús no es para ellos un personaje importante, es lo definitivo, alguien por quien vale la pena darlo todo.

lunes, 23 de junio de 2014

La Natividad de san Juan Bautista - Lc 1,57-66-80

Río Jordán
Hoy celebramos el nacimiento de Juan Bautista. El texto evangélico nos comenta que, desde niño, el Señor estaba con él: Dios lo ha elegido, desde el seno materno, para ser el precursor de Jesús.
          
Cada uno de nosotros y de nosotras también hemos sido escogidos, desde toda la eternidad, para llevar a cabo una misión. De la misma forma que ante el nacimiento del Bautista, la misma pregunta o similar se suele hacer ante el nacimiento de cualquier bebé: «¿Qué va a ser este niño?», ¿o esta niña? Dios –que nos ama desde antes de ser concebidos, desde siempre– ya ha «pensado» esta cuestión. 

Cada persona es amada individual, personalmente por Dios. Él nos conoce, sabe de nuestras circunstancias, no ignora nuestras virtudes y nuestras debilidades… Y cuenta con nosotros, con cada uno y cada una personalmente, para hacer posible su plan amoroso, eterno, para el bien, para la felicidad de la Humanidad. Yo puedo, libremente, aceptar esta invitación que me hace, puedo dar sentido a toda mi existencia, hacer que mi vida sea útil, porque es querida por Dios, porque tengo una tarea trascendental que cumplir, porque nadie puede hacer lo que a mí personalmente se me ha encomendado.

martes, 17 de junio de 2014

El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo - Jn 6,51-58

Lugar de la última cena
Las lecturas de la festividad de hoy nos hablan de alimento, de pan, de bebida, de verdadera comida… Pero todas ellas tienen presente una realidad más profunda que el simple significado material de estas palabras. Las del Antiguo Testamento (primera lectura y salmo responsorial) relacionan el pan con la Palabra de Dios, y cómo ésta es el único alimento que sacia de verdad el «hambre y la sed» de sentido que anida en el corazón humano. La primera carta a los Corintios (segunda lectura) y el evangelio nos sugieren el tema de la Eucaristía, la presencia real de Jesucristo en el pan y en el vino eucarísticos.

Pablo recordará que este pan y este vino nos posibilitan el entrar en «comunión» con el cuerpo y con la sangre de Cristo; pero también con la comunidad eclesial convocada para comer «todos del mismo pan». Y el evangelio añadirá que esta comunión es prenda de eternidad, de vida sin fin. 

De tal forma que la invitación de la liturgia de hoy, a través de las lecturas bíblicas, es triple: nos insta a llenarnos de la Palabra de Dios, fuente de sentido para la vida; a participar de la Eucaristía con la conciencia que es manantial inagotable de eternidad y, la tercera, es una consecuencia práctica, a construir la unidad, bajo el fundamento de las dos realidades anteriores.

martes, 10 de junio de 2014

Santísima Trinidad - Jn 3,16-18

«Tres personas distintas y un solo Dios verdadero»: así define la Iglesia la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, ¿qué me dice a mí, una persona del siglo XXI esta verdad tan complicada de entender?

Los textos de las lecturas de este domingo nos hablan de un «Dios compasivo y misericordioso» (primera lectura); un «Dios del amor y de la paz» (segunda lectura); un Dios que tanto nos ha amado que ha entregado a su Hijo único, por nuestra salvación (evangelio). La respuesta, lógicamente, está en la Palabra de Dios: Dios se define por ser amor, un amor activo, un amor sin límites, un amor entrañable, un amor incondicional…

La Trinidad divina es esencialmente amor. Amor donde está presente la diversidad: tres personas distintas; pero amor que une hasta el imposible, desde la perspectiva humana: un solo Dios. 

Esta realidad tan sublime invita a la comunidad eclesial a experimentarla en la medida de sus posibilidades: es posible vivir la unidad profunda, en la Iglesia y en la sociedad; sin confundirla nunca con la uniformidad. Nuestras diferencias han de enriquecernos, no ser motivo de conflictos. Pero esta unidad que respeta siempre al otro, a la otra, sólo puede nacer del amor, a imagen del Dios trinitario.

martes, 3 de junio de 2014

Domingo de Pentecostés - Jn 20,19-23

Cenáculo, Jerusalén
Tanto el libro de los Hechos de los apóstoles (primera lectura) como el evangelio de hoy nos muestran a la primera comunidad de seguidores de Jesús como un grupo de gente con miedo: encerrados y temerosos. Un acontecimiento nuevo va a cambiar esencialmente la situación. La venida del Espíritu Santo convertirá el miedo en paz, en alegría, en generosidad en el perdón, en osadía en la predicación, en la utilización de un lenguaje por todos comprensible… Es la respuesta de Jesús a su promesa de no dejarles nunca solos.

Pentecostés es un grito de esperanza, de unidad, de sana audacia. El Espíritu reparte sus dones –también hoy– para el bien común: de la comunidad eclesial y de la sociedad en general (cf. segunda lectura). Todos y cada uno/a estamos llamados a participar de este festival del Espíritu.

No podemos eludir esta llamada personal y, sobre todo, eclesial de poner todos nuestros dones –por el hecho de ser dones, recibidos– a trabajar, abandonando miedos que ya no tienen sentido. El evangelio de Jesús es «Buena Noticia» para la Humanidad, para todos. Su mensaje, su manera de entender las relaciones humanas y la relación con Dios es lo mejor que le puede pasar al mundo. Y no estamos solos en esta tarea.