«Tres
personas distintas y un solo Dios verdadero»: así define la Iglesia la relación
entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, ¿qué me dice a mí, una
persona del siglo XXI esta verdad tan complicada de entender?
Los
textos de las lecturas de este domingo nos hablan de un «Dios compasivo y
misericordioso» (primera lectura); un «Dios del amor y de la paz» (segunda
lectura); un Dios que tanto nos ha amado que ha entregado a su Hijo único, por
nuestra salvación (evangelio). La respuesta, lógicamente, está en la Palabra de
Dios: Dios se define por ser amor, un amor activo, un amor sin límites, un amor
entrañable, un amor incondicional…
La
Trinidad divina es esencialmente amor. Amor donde está presente la diversidad:
tres personas distintas; pero amor que une hasta el imposible, desde la
perspectiva humana: un solo Dios.
Esta
realidad tan sublime invita a la comunidad eclesial a experimentarla en la
medida de sus posibilidades: es posible vivir la unidad profunda, en la Iglesia
y en la sociedad; sin confundirla nunca con la uniformidad. Nuestras
diferencias han de enriquecernos, no ser motivo de conflictos. Pero esta unidad
que respeta siempre al otro, a la otra, sólo puede nacer del amor, a imagen del
Dios trinitario.
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