martes, 24 de septiembre de 2013

Domingo XXVI del tiempo ordinario - Lc 16,19-31

El evangelio afirma que el gozo cimentado en la injusticia es efímero, no es verdadero, no tiene futuro. En la parábola de hoy la descripción que hace del «rico» es somera, pero precisa: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas.» Estaba inmerso en una continua «alegría festiva»; ni siquiera es consciente de que un pobre –su nombre es Lázaro: no es un ser anónimo, es alguien que tiene un nombre, una dignidad– está a la puerta de su casa «cubierto de llagas» y deseando «hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas.» Los perros son más misericordiosos que algunos seres humanos.
           
En esta parábola vuelve a constatarse que el Dios de Jesús siente predilección por los pobres, por los marginados. Los ricos, los satisfechos, los indiferentes ante las necesidades ajenas, están condenados al aislamiento, a la angustia, a la decadencia, a la esclavitud del dinero.

No hay una condena propiamente de la riqueza, sino de la insensibilidad ante el sufrimiento del otro. No se puede ser auténticamente feliz sin preocuparse por la situación concreta de los hombres y las mujeres que nos rodean, sin preguntarse constantemente: ¿cómo está mi hermano o mi hermana?

martes, 17 de septiembre de 2013

Domingo XXV del tiempo ordinario - Lc 16,1-13

Todo lo que hemos recibido es en usufructo, es decir, no me pertenece. El administrarlo para el bien propio, pero sobre todo para el bien común es la tarea que tenemos encomendada. «No podéis servir a Dios y al dinero» es la máxima del evangelio de hoy. No nos está pidiendo que renunciemos a todo lo que tenemos; nos está invitando a que no seamos esclavos del dinero. El dinero, nos guste o no, es necesario para vivir. Esto es una realidad ineludible, pero no el que el dinero sea una prioridad en nuestra vida: eso ¡no!
           
No es lógico, ni humano, el que una cuarta parte de la población mundial tenga las tres cuartas partes de la riqueza del mundo. No es lógico, ni humano, que en nuestras ciudades al lado de un lujo desmesurado, de un gasto sin medida, de una vida de diversión, de viajes de placer continuos, etc., encontremos –si no pasamos de largo o «cerramos los ojos»– personas que duermen en un cartón en la calle; individuos que se alimentan de lo que encuentran en los contenedores de basura;  prójimos que no encuentran trabajo, por mucho que lo intenten, porque son «ilegales» o no nos gusta el aspecto que tienen; semejantes de los que nadie se ocupa ni preocupa. No es lógico, ni humano, ni cristiano, que todas estas cosas ocurran y nosotros «pasemos» de ellas: no es mi problema; son unos vagos; se lo gastarán en vino o en drogas; que se vuelvan a su tierra...

martes, 10 de septiembre de 2013

Domingo XXIV del tiempo ordinario - Lc 15,1-32

Dios es un padre amoroso que acoge a todos, que está «loco de amor» por cada uno de nosotros; aunque seamos malos hijos, aunque nos cueste aceptar al otro como hermano, porque es distinto, porque no es de los nuestros, porque no es de los «buenos»...
           
Es un Padre que nos devuelve la dignidad de «hijos de Dios», por mucho que la hayamos pisoteado, que está esperándonos siempre con los brazos abiertos, que hace una fiesta esplendida cuando volvemos, sin tener en cuenta lo que hemos hecho, por grave que sea, por mucho que se haya sentido –con motivo– despreciado por mí y por mi conducta. Lo que cuenta es la vuelta. La alegría inmensa es volver a encontrar al hijo, a la hija, que se habían perdido.
           
Pero también nos pide a nosotros, los que quizás no nos hemos ido, pero tampoco hemos entendido el amor gratuito del Padre; nos solicita que tratemos al otro como un hermano, como una hermana: mi hermano, mi hermana. Nos demanda que entendamos que el ser cristiano o cristiana no es vivir la vida de una forma rutinaria, seguir por costumbre, ir tirando... La «Buena Noticia» de Jesús es que Dios es mi Padre y que cada ser humano es mi hermano. Y esto es una constatación y un reto. No puedo estar indiferente ante lo que le pasa a mi hermano, a mi hermana.

martes, 3 de septiembre de 2013

Domingo XXIII del tiempo ordinario - Lc 14,25-33

Una lectura superficial del evangelio de hoy nos puede hacer pensar que Jesús pide renunciar al amor familiar para seguirle. Pero curiosamente también menciona la renuncia a uno mismo y a todos los bienes. Y todo ello envuelto en dos ejemplos que hablan de la necesidad de «calcular», de «deliberar» antes de tomar una decisión.
           
El seguimiento de Jesús no es algo cultural (y que en otra cultura distinta hubiese sido diferente, ¿o sí?) o que asumimos por costumbre familiar o social. La opción cristiana implica que Jesús es para mí el «horizonte de comprensión», significa que todo en mi vida es según la perspectiva del evangelio de Jesús. Y esto es una elección que implica cálculo y deliberación, nada tiene que ver con ningún tipo de fundamentalismo, ni de cristianismo de costumbre o cultural. Todo queda relativizado ante algo tan inmenso: ese es el sentido de los primeros versículos del texto.
           
La determinación por seguir a Jesús supone cambiar nuestra escala de valores: el amor de donación, gratuito se convierte en el «norte» de mi existencia; el amor preferencial por los pobres; la lucha por la justicia; el considerar que cada ser humano es mi hermano o mi hermana; la pasión por la Palabra de Dios; la relación íntima con Dios-Padre...