martes, 24 de septiembre de 2013

Domingo XXVI del tiempo ordinario - Lc 16,19-31

El evangelio afirma que el gozo cimentado en la injusticia es efímero, no es verdadero, no tiene futuro. En la parábola de hoy la descripción que hace del «rico» es somera, pero precisa: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas.» Estaba inmerso en una continua «alegría festiva»; ni siquiera es consciente de que un pobre –su nombre es Lázaro: no es un ser anónimo, es alguien que tiene un nombre, una dignidad– está a la puerta de su casa «cubierto de llagas» y deseando «hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas.» Los perros son más misericordiosos que algunos seres humanos.
           
En esta parábola vuelve a constatarse que el Dios de Jesús siente predilección por los pobres, por los marginados. Los ricos, los satisfechos, los indiferentes ante las necesidades ajenas, están condenados al aislamiento, a la angustia, a la decadencia, a la esclavitud del dinero.

No hay una condena propiamente de la riqueza, sino de la insensibilidad ante el sufrimiento del otro. No se puede ser auténticamente feliz sin preocuparse por la situación concreta de los hombres y las mujeres que nos rodean, sin preguntarse constantemente: ¿cómo está mi hermano o mi hermana?

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