domingo, 30 de octubre de 2016

Festividad de «Todos los Santos» - Mt 5,1-12a

Lugar de las Bienaventuranzas, Israel
En la solemnidad de «Todos los santos» la liturgia nos propone el texto de las «Bienaventuranzas», en el evangelio de Mateo. La Iglesia nos recuerda que el camino de la santidad pasa por la opción por los pobres, por los desconsolados, por los que sufren, etc. De ellos, afirma el evangelio, es el reino de los cielos. Más, aún, asevera que ellos son los «bienaventurados», los felices; implicando a toda la comunidad eclesial en que esta promesa se convierta en realidad aquí y ahora, sin esperar a la otra vida, donde se cumplirá en toda su plenitud. Pero ya es (en presente) de ellos el reino de los cielos; pueden ya estar «alegres y contentos», aunque la recompensa, su plenitud, todavía no es definitiva en esta vida.

La perspectiva que nos muestra el evangelio es bien distinta a la realidad que nos envuelve. Implica una forma de vida diversa: lo prioritario no es el tener, si no el ser; los importantes no son los ricos, famosos y poderosos, si no los que no tienen nada, los «machacados» por la vida, los que son capaces de padecer con el sufrimiento del prójimo, los que se empeñan en que vivamos en un mundo de paz. Los santos y las santas son aquellos que han puesto toda su vida al servicio del «plan de Dios» para la humanidad, resumido en el Sermón de la montaña.

lunes, 24 de octubre de 2016

Domingo XXXI del tiempo ordinario, ciclo C - Lc 19,1-10

Zaqueo, en el evangelio de este domingo, se convierte, junto a Jesús, en personaje principal de la narración. Por su condición de «jefe de publicanos y rico», seguramente a costa de estafar a los demás, es odiado por la gente más «religiosa». Pero Jesús no hace acepción de personas. Su «buena noticia» es para todos sin exclusión: hombres y mujeres, ricos y pobres, judíos y no-judíos, piadosos y pecadores, sanos y enfermos... Precisamente Zaqueo al sentirse acogido, valorado, cambia su vida y sus actitudes. De defraudador se convierte en un hombre generoso; a quien antes había robado le devuelve «cuatro veces más»; incluso es capaz de repartir la mitad de sus bienes entre los pobres. Pero los «piadosos» sólo están ocupados en murmurar que Jesús se junta con pecadores

Cuando hacemos acepción de personas, cuando criticamos –aunque sólo sea interiormente– a todo aquel que es distinto, que no es «de los nuestros», que no frecuenta mucho la iglesia... no hemos entendido el estilo de Jesús. Para Él todos los seres humanos son merecedores de la misma dignidad (también son hijos de Abrahán), su mensaje es integrador: todos caben, también el que «estaba perdido».

lunes, 17 de octubre de 2016

Domingo XXX del tiempo ordinario, ciclo C - Lc 18,9-14

El evangelio continúa con el tema de la oración, que ya inició el domingo anterior. Esta semana Jesús se fijará en dos actitudes ante la oración y, para ello, se valdrá de dos personajes tipos: un fariseo y un publicano. Nos hablan de dos formas de dialogar con Dios, de dos maneras de plantear la relación con Él, que necesariamente se traducen también en dos posturas ante el prójimo.

El fariseo personifica a la persona religiosa, cumplidor escrupuloso de cada uno de los mandamientos, incluso entregaba el diez por ciento de lo que ganaba para obras piadosas. Pero, le faltaba amor en lo que hacía, estaba demasiado «seguro de sí mismo y despreciaba a los demás». Se sentía superior a los otros, porque él era de los «buenos»: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás»

Por el contrario, el publicano no es demasiado religioso, poco cumplidor, más bien de los que «meten la pata» con frecuencia, incluso su trabajo no es excesivamente honrado. Pero, se siente pecador, necesitado de misericordia; sabe que su vida tiene que cambiar. Su oración nace del corazón. Se humilla porque se siente indigno ante Dios.

Y comenta el narrador que el segundo «bajó a su casa justificado», y el primero no. ¡Qué paradoja!; rompe nuestros esquemas. Y es que Jesús señala que el publicano puede cambiar, el fariseo no; el pecador puede amar, el soberbio no.

lunes, 10 de octubre de 2016

Domingo XXIX del tiempo ordinario, ciclo C - Lc 18,1-8

Mira que comparar a Dios con un juez inicuo: ¡qué cosas se le ocurrían a Jesús! Nos narra el evangelista la historia de un magistrado que no tenía demasiado interés por la justicia, pero la insistencia machacona de una mujer viuda le hace salir de su letargo y acceder a su petición. Y la parábola nos quiere mostrar cómo ha de ser nuestra oración, nuestra relación con Dios.

La oración, desde esta perspectiva, debe ser «orar siempre, sin desanimarse». Es una oración que nace de la confianza en que Dios siempre hace justicia –no cómo el juez de la parábola–, porque nos ama, porque Él nos ha elegido como hijos e hijas suyos. Pero, desea que se lo pidamos, que nuestra oración no desfallezca, que no perdamos nunca la confianza. Dios está siempre de nuestro lado.

Jesús explica que la oración nace de la fe, está íntimamente relacionada con ella. Nace de la necesidad de entrar en diálogo con Dios, de explicarle nuestras alegrías y nuestras necesidades, nuestras inquietudes y desasosiegos. Pero, en algunas ocasiones, se convierte en un grito desesperado, desde una situación sin salida. «Os digo que les hará justicia sin tardar», afirma Jesús. Aunque paro ello se requiere la actitud de fe, de fiarse de Dios, que está siempre de parte de quien sufre la injusticia.

martes, 4 de octubre de 2016

Domingo XXVIII del tiempo ordinario, ciclo C - Lc 17,11-19

Samaritanos
Con que frecuencia caemos en expresiones excluyentes: «éste o ésta no es de los nuestros»; «es extranjero/a»; «no se esfuerza por aprender nuestra lengua, nuestra cultura»; «que se vaya a su tierra»; «nos quita el trabajo»; «para ellos son todas las ayudas sociales»; «que trabajen»; etc. En el fondo esta actitud responde a no considerar al otro como un igual: los extranjeros son los «otros», no son de los «nuestros».

Jesús, en el evangelio de este domingo, nos muestra cómo Él no hace acepción de personas, no pregunta de dónde es cada uno para ofrecer su curación gratuitamente, la salvación que libera.

De forma inexplicable el único que vuelve a dar gracias, «alabando a Dios a grandes gritos», es un samaritano, un extranjero. «¿Dónde están?», preguntará Jesús, los otros nueve que no eran extranjeros, los que son de los «nuestros», los de nuestra tierra, los que viven, hablan y piensan como nosotros. ¿No tienen necesidad de ser agradecidos, de dar las gracias?

Jesús señala la gratitud de este extranjero, su fe profunda, su actitud abierta. Todo ello, bien diferente, de aquellos otros que se consideraban del pueblo elegido, personas religiosas, pero incapaces de «sorprenderse» ante el don gratuito de Dios, de considerar que dicho don no conoce fronteras de ningún tipo.