jueves, 29 de abril de 2010

Domingo V de Pascua - Jn 13,31-33a.34-35

Hoy la liturgia dominical nos propone meditar un fragmento del «discurso de despedida» de Jesús, narrado en el evangelio de Juan.

El Maestro lega a sus discípulos su mejor regalo: el «mandamiento nuevo». Jesús les propone el precepto del amor. Pero, ¿dónde está la novedad? Ya el Antiguo Testamento hablaba del amor al prójimo, y Jesús se había hecho eco de ello cuando le preguntaron cuál era el primer mandamiento.

La novedad del mandato de Jesús está en el cómo de este amor: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado» Jesús les sugiere (nos sugiere) una nueva forma de amar. La medida es el amor de Cristo; un amor capaz de entregar incluso hasta la vida, de darse sin reservas.

El «signo» substancial de la comunidad cristiana será éste: la manera de amar; la radicalidad en el amor. Nuestras comunidades deben hacer examen de conciencia sobre este precepto del Señor; preguntarnos si es nuestra seña de identidad. Sólo cuando hayamos asumido este reto daremos un testimonio convincente de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestro amor.

jueves, 22 de abril de 2010

Domingo IV de Pascua - Jn 10,27-30

Las palabras de Jesús, que escuchamos en el evangelio de este domingo, son un canto de alegría y de esperanza. Jesús habla de sus ovejas con gran amor; no habla de borregos sin criterio, sin capacidad de pensar por si mismos.

Dice de sus ovejas que las conoce. En el lenguaje bíblico el verbo «conocer» es mucho más que una actividad intelectual; indica cercanía, compartir, intimidad, unión de mentes y de corazones… Jesús nos conoce así, –no como un número– sino como personas concretas, con las que comparte una relación intensa. Y nos ofrece Vida, una vida que no se acaba, vida eterna: nos entrega lo mejor que tiene. Y promete que siempre estará a nuestro lado; que nada ni nadie podrá «arrebatar» esta relación, esta unión. La garantía de que esto es así le viene, nos viene del Padre. Dios «supera a todos»; Él es el garante de la unión de todos los discípulos y discípulas con Jesús. Más aún, Jesucristo y el Padre son uno, imagen de la unidad a la que debe tender siempre la comunidad eclesial.

Y «sus ovejas» escuchan la voz de Jesús, su Palabra, y le siguen, y confían en Él. Toda una propuesta de vida. La Palabra de Jesús compromete, exige. El seguirlo significa que su Palabra ha «calado» en nuestras vidas y hemos aceptado la apuesta por el mensaje de Jesús, por los valores del Reino.

jueves, 15 de abril de 2010

Domingo III de Pascua - Jn 21,1-19

El evangelio de Juan situará después de la resurrección de Jesús la escena de la pesca milagrosa. Junto a la catequesis sobre Jesús resucitado, que se hace encontradizo con sus discípulos, pero que sólo es posible reconocerlo plenamente a través de la fe, el narrador nos ofrece otros aspectos a considerar.

El primero es la fuerza de su «Palabra». Será ésta la que hará posible una pesca abundante, también el que no se rompa la red; incluso en situaciones que parece que ya no es posible hacer nada humanamente. La misión que ha encomendado a sus discípulos sólo es posible a partir de la Palabra de Jesús. En su Palabra eficaz el discípulo amado –todos somos el discípulo amado– reconoce al Señor.

Es Jesús quien también les ofrece alimento, participa con ellos de una comida sencilla, que él mismo les ha preparado. Dos «lugares» de encuentro con Jesús: su Palabra y la comida fraternal, que fácilmente nos evoca la Eucaristía.

Pero el texto también nos «habla» de amor de donación. La Palabra de Jesús y la Eucaristía fraternal desembocan necesariamente en el amor. La tarea que encarga a Pedro, apacentar, pastorear sus corderos y sus ovejas, sólo tiene sentido desde el amor, desde el servicio, desde la donación desinteresada. Pedro deberá pasar la prueba del amor, sólo en este crisol quedará probada su idoneidad como dirigente de la comunidad. Una capacidad que tiene mucho más de servicio que de poder, de entrega que de imposición, de amor entrañable que de pretensiones.

jueves, 8 de abril de 2010

Domingo II de Pascua - Jn 20,19-31

Descubrimos en el evangelio de hoy unos fuertes contrastes. Por un lado: miedo, incredulidad, falta de fe; por otro: paz, alegría, perdón, fe, Espíritu Santo.

Lo contrario a la fe es el miedo. El miedo paralizador es el primer síntoma del que no se fía, del que no cree, de quien no está convencido que Dios está de su lado. El motivo unas veces, las consecuencias otras, es la incredulidad y la falta de fe. Éste no es feliz, no tiene paz…

En cambio, la fe proporciona paz, interior y exterior; alegría, alegría que llena el corazón, «se llenaron de alegría al ver al Señor»; perdón, quien ha experimentado el amor de Dios siempre está dispuesto a perdonar; Espíritu Santo, «recibid el Espíritu Santo», dirá Jesús, después de desearles paz.

Dos perspectivas bien distintas, irreconciliables. Como creyentes, como comunidad eclesial de creyentes hemos de revisar dónde estamos de estas dos actitudes. No es posible que mantengamos que tenemos fe, mientras estamos dominados por miedos, pesimismo, tristeza, resentimientos… sin el convencimiento que el Espíritu Santo forma parte de nuestras vidas. Disfrutemos de la alegría del Espíritu, de la paz del Señor, del perdón al hermano, de nuestra fe-confianza en Dios.

martes, 6 de abril de 2010

Amor esponsal como imagen del amor de Dios

Cualquier afirmación que hagamos de Dios será siempre inapropiada, inexacta. La teología apofántica o teología negativa asevera: «si de Dios puedo afirmar algo, éste no es Dios». Sin llegar a compartir plenamente esta afirmación, al menos en su forma extrema, sí que creemos que todas las aproximaciones que hagamos de Dios serán siempre eso, aproximaciones. Nunca podremos llegar a aserciones unívocas sobre Él, nos tendremos que conformar con movernos en el mundo de la analogía (no del equívoco), con todas las limitaciones que eso supone.

Una vez manifestados estos presupuestos, constatamos que en la Biblia encontramos, con frecuencia, afirmaciones sobre Dios. Se habla de su santidad, de su justicia, de su misericordia, etc. También se le aplican sentimientos, a imagen de los sentimientos humanos: amor, ira, paciencia, fidelidad... Y, de forma similar, diversas realidades humanas se convierten en iconos de la realidad íntima de Dios. Nada de ello define ni, menos aún, agota la realidad divina, pero nos sirven para comprender un poco más al Dios de la Biblia.

El amor esponsal será una imagen privilegiada para expresar de forma plástica cómo es el amor de Dios. Este amor tomará la forma de enamoramiento, de atracción, de pasión, de fidelidad, de respeto, de diálogo amoroso...

Es curioso que en hebreo no existe una palabra que se corresponda exactamente con la nuestra «matrimonio». De hecho en la Biblia se habla de pacto, de alianza (berit, en hebreo) entre un hombre y una mujer, y se corresponde a la idea del pacto o alianza de Dios con su pueblo. De ahí que la imagen del matrimonio servirá para evocar las relaciones de Dios e Israel, de Dios y la comunidad creyente, de Dios y la persona humana.

Los textos que reproducen esta imagen son heterogéneos, aunque serán los libros proféticos y los sapienciales los que con más frecuencia la utilizarán.

Descubriremos este símil en la dura experiencia matrimonial del profeta Oseas (Os 1-3). El profeta se casa con una prostituta, de la que acaba enamorándose, pero no es correspondido en ese amor. Su esposa, Gómer, le es infiel de forma continuada. Después de múltiples infidelidades, el profeta presenta una acusación formal contra ella ante sus hijos (2,4-8). La relación esponsal ha terminado: ya no hay posibilidad alguna de reconciliación. Las infidelidades, las prostituciones han sido muchas y frecuentes. Oseas decide abandonarla, repudiarla: ya no la reconoce como esposa. La lectura en clave de las relaciones entre el Señor e Israel nace de forma espontánea: el pueblo ha sido infiel, se ha prostituido con falsos dioses; sólo es merecedor del abandono de Dios.

La siguiente escena (2,9-15) aumenta en fuerza dramática. Gómer corre tras sus amantes que la han abandonado. Ella esperaba encontrar con ellos la felicidad, conseguir de ellos «el trigo, el mosto y el aceite», y no lo consigue. El trigo, el vino (o mosto) y el aceite son los frutos de la tierra imprescindibles para sobrevivir en la cultura mediterránea del Antiguo Próximo Oriente, y era obligación del esposo proveer de ellos a la esposa. El profeta negará este derecho a su esposa, ya no se lo merece; no tiene ningún derecho. La lectura teológica también es obvia: Israel no tiene derecho a ningún privilegio de Dios, a causa de sus infidelidades, por buscar en otros dioses lo que sólo podía encontrar en el Dios de Israel.

En la tercera y última escena (2,16-18) es Dios mismo quien toma la palabra, no el profeta. El tono ya no es de rabia, venganza o castigo. Hay un cambio de lógica. El lenguaje actual es el de un esposo enamorado, capaz de perdonar y olvidar, por amor, cualquier cosa. El camino que elige el Señor no se corresponde con la lógica humana, es totalmente distinto al propuesto en las dos escenas anteriores. El Señor opta por «seducir» a su amada Israel, por volverla a enamorar. Y, para ello, decide llevarla al desierto, lugar donde nació el amor, el pacto de alianza entre ambos. Y allí «le hablaré al corazón». El esposo espera ansioso la respuesta de la esposa, necesita sentirse amado por ella, recobrar el primer amor de juventud.

Es un texto precioso que nos aproxima a entender cómo Dios ama, como nos ama. Ejemplos similares encontraremos en otros libros (Is 62,1-9; Ez 16,7b-63; Ct; etc.). Y es que el amor de Dios es único
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sábado, 3 de abril de 2010

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor - Lc 24,13-35

La escena de Jesús con los discípulos de Emaus (Cleofás y… ¿su esposa María?) es una de las más bellas del evangelio. Estos dos discípulos marchan de Jerusalén decepcionados, sus esperanzas frustradas: «nosotros esperábamos que él fuera el futuro libertador de Israel. Y ya ves…», han asesinado nuestra esperanza. Les falta fe, les falta amor, por eso no tienen esperanza.

El encuentro con un desconocido va a cambiar su perspectiva. A nadie pasa desapercibida la catequesis eucarística implícita en la narración. El desconocido les explica las Escrituras, les invita a «leer» en la Palabra de Dios el plan divino de salvación; les ofrece ver con otros ojos el proyecto de Dios materializado en la persona de Jesús. La Biblia leída – escuchada así abre nuevas perspectivas, posibilita la fe, entusiasma: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»

Cuando llegan a Emaus el desconocido se despide de ellos, pero los discípulos no le permiten que continúe solo el camino; está anocheciendo y no es prudente seguir caminando una persona solitaria. La hospitalidad, el amor les va a permitir acoger al mismo Jesús, sin ellos saberlo. Y lo reconocerán en la «fracción del pan», en la Eucaristía. Jesús sale de la escena, y ellos sin demora vuelven a Jerusalén, aunque es de noche, para comunicar a todos su experiencia del Resucitado. Todo ha cambiado en sus vidas. ¿Así vivimos nosotros y nosotras la Eucaristía dominical?

jueves, 1 de abril de 2010

Viernes Santo - Jn 18,1–19,42

Volvemos a leer – escuchar el relato de la Pasión, pero esta vez según el evangelio de Juan que se repite cada «Viernes Santo»; el Domingo de Ramos lo escuchamos según Marcos (el propio del ciclo litúrgico B).

Quiero resaltar algún aspecto; el querer detenerse en todo, en un comentario breve, resulta algo difícil. El evangelista quiere subrayar dos actitudes bien distintas ante una situación que requiere un testimonio claro. A Jesús le buscan para hacerle prisionero, para torturarlo, para darle muerte… Es el epílogo de una vida puesta al servicio de los demás, fiel a la voluntad de Dios-Padre y, por eso, a los que preguntan por él responde: «Yo soy». No se esconde, ni esconde su íntima realidad. «Yo soy» nos habla de una alta cristología, de su divinidad; aunque ahora fijaremos la atención prioritariamente en su testimonio de la verdad. A Simón Pedro le interrogan sobre su relación con Jesús. Ahora la respuesta, por el contrario, no nace del amor a la verdad si no del miedo, un miedo paralizador; a la pregunta de si es discípulo de Jesús contestará: «No lo soy».

Dos respuestas, dos actitudes: «Yo soy»; «no lo soy». La Semana Santa es un momento privilegiado para meditar cuál es mi respuesta ante las situaciones difíciles, ante una demanda de testimonio cristiano, ante las necesidades del prójimo…

La respuesta de Jesús lleva a la vida, a la resurrección; la de Pedro, no. Aunque siempre es posible arrepentirse, cambiar de actitud, volver a empezar… como Pedro.