De José,
el esposo de María, la madre de Jesús, tenemos muy pocos datos. Los evangelios
son parcos en ofrecernos noticias de este personaje, por otro lado, extraordinario.
Sabemos que se desposó con María; que no entendía la concepción virginal de
Jesús, pero aún así acepta la voluntad de Dios; que era un hombre justo, bueno,
de una fe profunda; que cuidó de Jesús y de María; que trabajaba de carpintero,
oficio que enseño también a Jesús, y poco más sabemos.
En pocas
palabras, era un hombre sencillo, con una fe inquebrantable. Suponemos que como
un buen padre judío enseñaría a su hijo adoptivo, a Jesús, junto con María, las
primeras oraciones, le explicaría lo que él sencillamente sabía de las
Escrituras sagradas, le acompañaría en muchas ocasiones a la sinagoga para que
aprendiese la Palabra de Dios, como también en las fiestas principales, sobre
todo en la de la Pascua, al Templo de Jerusalén. Uno de los dos evangelios
posibles que nos propone hoy la liturgia (Lc 2,41-51a) nos narra una de estas
visitas a Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años.
José es
un ejemplo de hombre bueno, de padre abnegado, de honestidad y de fe sencilla.
Todos estos valores son fundamentales, también hoy. Lo importante no es lo
extraordinario: Dios se manifiesta en la sencillez, en la humildad, en la
entrega; y en todo esto es maestro José.
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