Hace
pocos días leíamos – escuchábamos los textos evangélicos del nacimiento de
Jesús. Hoy la liturgia nos propone el prólogo del evangelio de Juan, donde
Jesucristo aparece, junto al Padre, al principio de la Creación del mundo.
El
evangelista nos presenta a Jesucristo como la Palabra que está junto a Dios
creándolo todo, más aún, como Dios mismo: «la Palabra era Dios»
La
Palabra de Dios, Jesucristo, ha querido hacerse presente en medio de la
humanidad; se ha comprometido personalmente en la causa de los hombres y de las
mujeres; se ha hecho uno de nosotros, para compartir nuestras alegrías y
nuestros dramas… Pero, no la hemos acogido, no la hemos recibido en «nuestra»
casa, que era la «suya» Es la paradoja de la encarnación, de la vida, de la
predicación, de la pasión y de la muerte de Jesús. No han sido «los otros» los
que han actuado así, sino «los suyos no la recibieron» El evangelista también
se está refiriendo a nosotros y a nosotras.
Existe
el peligro de que Jesús, de que la Palabra de Dios «resbale» en nuestras vidas,
tanto personal como comunitariamente. Tantas veces hemos oído su Palabra que
quizás no nos diga nada. La Palabra de Dios es capaz de transformarnos si la
recibimos como tal. Si la acogemos nos «da poder para ser hijos de Dios»; nos
posibilita ser hombres y mujeres nuevos capaces de transformar nuestras vidas,
nuestras comunidades, la Iglesia, el mundo…
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