Juan Bautista tiene claro que el centro de la
predicación no es él mismo, es Jesús, el Mesías, de quien no se siente digno ni
de desatarle la correa de sus sandalias. Lo realmente importante no es su
prestigio personal, sino que todos experimenten la salvación de Dios que se
hace presente en la persona de Jesús.
Su
bautismo con agua, de penitencia, es signo de otro bautismo mayor: Él os
bautizará con Espíritu Santo y fuego. El agua purifica, lava, es símbolo de
purificación interior, pero mucho más lo es el fuego que abrasa toda impureza,
acompañado de la acción de Dios a través de su Espíritu, transformando todas
las cosas.
El
pueblo está en expectación y Jesús se presenta como uno más, sin estridencias:
se pone en la cola de los que van a recibir el bautismo de penitencia de Juan.
Pero su gesto de sencillez recibirá una respuesta del cielo, un aval divino: el
cielo se abre –Dios se manifiesta, se reanuda la relación directa con su
pueblo, pueblo de Dios– y se hace presente el Espíritu Santo que baja a la
tierra, a las mujeres y a los hombres, igual que baja una paloma, y Dios-Padre
proclama el amor de predilección que tiene por su Hijo. Un amor que se hace
extensivo a todos los seres humanos, a través de su Hijo.
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