María, la
madre de Jesús, es celebrada en esta festividad como la Madre de Dios, ya que
en Jesús convergen las dos naturalezas: la humana y la divina. Pablo en la
carta a los Gálatas (segunda lectura) «canta» la grandeza de Dios que nos
«envió a su Hijo, nacido de una mujer», de María. Esta realidad, tan inmensa,
ha posibilitado el que nosotros y nosotras hayamos recibido la adopción divina
y podemos llamar a Dios: «¡Abba!», (Padre, Papá). María se ha convertido en
protagonista secundaria, pero necesaria, imprescindible, de esta realidad tan
inmensa, definitiva, que nos ha traído Jesús.
Ella, María,
la madre de Jesús, «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón»
(evangelio de hoy). Va descubriendo día a día los planes de Dios y los va
viviendo en su propia carne, en la intimidad de la oración, que nace de una fe
profunda: ella pondrá su voluntad y toda su existencia al servicio del plan
amoroso divino.
María es
modelo de oración confiada, de fe inquebrantable, de escucha atenta de la
Palabra de Dios, de hacer suya la voluntad de Dios, aunque no siempre la
entienda plenamente, de servicio a los demás, de amor de donación... Ella es la
Madre de Dios, la madre de Jesús, quien nos ha traído la libertad definitiva:
«ya no eres esclavo, sino hijo».
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