Celebramos
la fiesta de la «Inmaculada Concepción de María», cómo María, la madre de
Jesús, no tiene ninguna relación con el pecado, con el mal. El evangelio de la
celebración actual nos habla de María, denominándola la «llena de gracia» en el
anuncio del ángel. Y María es la «llena de gracia», porque Dios está con ella y
en ella: «el Señor está contigo». Ella es receptora de los dones de Dios, es la
elegida para ser la madre de Jesús, la madre de Dios. Ella tendrá que jugar un
papel decisivo en la historia de la salvación.
Pero
María no será un personaje pasivo en esta historia. Será necesaria su fe
inquebrantable, su disponibilidad a aceptar la voluntad de Dios –consciente de
que sólo en ésta está el bien de la Humanidad–, su respuesta generosa al don de
Dios, su apuesta firme por la Palabra de Dios. Su sí no tiene vuelta atrás;
sabe que toda su existencia quedará transformada a partir de esta decisión,
pero se fía totalmente de Dios, «porque para Dios nada hay imposible».
María es
la discípula por excelencia, una mujer sencilla que ha sabido poner toda su
existencia al servicio de la voluntad de Dios, participando de las esperanzas
de su pueblo y colaborando, de forma decisiva, en hacerlas presentes.
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