Jesús
ha resucitado, asciende al cielo, pero la historia de la Buena Noticia que ha
traído para todos los seres humanos sólo ha hecho que empezar.
En
su nombre Él envía a todos sus discípulos y discípulas a predicar de palabra,
pero sobre todo con el testimonio de su vida que las cosas y las personas
pueden cambiar (conversión), que no nos podemos quedar en una crítica negativa
y derrotista de la realidad que nos envuelve, que nos hemos de empeñar con
todas las fuerzas en hacer posible este cambio. Y, también, que Dios ofrece
gratuitamente su perdón a todos los hombres y a todas las mujeres, que siempre
hay otra oportunidad, porque lo que define a Dios es el amor.
Él
se queda con nosotros, no nos deja solos. Promete –y siempre cumple sus
promesas– que seremos revestidos de la fuerza de lo alto; es decir, que
Dios estará a nuestro lado, de nuestra parte, y nos proporcionará la fuerza que
necesitamos para esta inmensa tarea.
El
grupo de discípulos recibe su impulso de la oración: Ellos se postraron ante
él. Es la fuerza que nace de una oración confiada. Y, por ello, se vuelven con
gran alegría. Algo que define al seguidor y a la seguidora de Jesús es la
alegría, la gran alegría, que no desfallece ante las dificultades o dramas de
la vida.
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