El evangelio que nos propone la liturgia para la eucaristía
del día de la Natividad es el prólogo del evangelio de Juan. Aunque este
evangelista, a diferencia de Mateo y de Lucas, no narra propiamente el
nacimiento de Jesús. Su relato lo inicia mucho más atrás, lo retrotrae al
principio de la creación, al origen de todo lo creado. En ese instante original
la Palabra está junto a Dios, más aún, «la Palabra es Dios». Y esa Palabra es
Jesús. La Palabra de Dios –como subrayaba el sínodo de los obispos sobre la
Palabra– tiene un rostro, y ese rostro es Jesucristo.
La Palabra ha venido al mundo, se ha hecho presente entre
nosotros, es de los nuestros. Esto es lo que celebramos cada Navidad, lo que rememoramos
en cada eucaristía, lo que constatamos cuando leemos, meditamos y oramos con la
Biblia. Aunque el peligro siempre está presente: «el mundo no la conoció». El
mundo no son los otros; también es posible esta afirmación entre los que nos
llamamos sus discípulos: «los suyos no la recibieron».
No estamos ante una Navidad más. Tenemos la oportunidad
única de cambiar nuestras vidas, de hacerlas más acordes con el mensaje de Jesús,
con los valores del Reino. Cuantas cosas cambiarían a nuestro alrededor si nos
tomásemos en serio la propuesta de Jesús. La Palabra de Dios «acampó entre
nosotros»; que no pase desapercibida como aquel vecino o compañero que ni
siquiera conozco por su nombre y/o no sé nada de él.
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