jueves, 11 de noviembre de 2010

Domingo XXXIII del tiempo ordinario - Lc 21,5-19


El lenguaje apocalíptico del evangelio de este domingo nos puede llevar a confusión, a pensar que lo que en él se narra nada tiene que ver con nosotros.

La apocalíptica bíblica, tanto la del Antiguo como la del Nuevo Testamento, nació en momentos de opresión, de injusticia generalizada, de persecución. El mensaje de Jesús, por contraposición, es de esperanza y de resistencia. Y la esperanza siempre es actual. El mal y la injusticia no tienen la última palabra, aunque parezca que tienen mucha fuerza. El plan de Dios, que proclama Jesús, es de salvación, y su Palabra no falla. Por consiguiente no cabe ni el derrotismo ni la resignación. Muchos hermanos nuestros, incluso actualmente, para los que vivir su fe y los valores del Reino no resulta precisamente fácil, lo saben muy bien. Algunos lo han pagado con la vida.

Nosotros como comunidad eclesial, como discipulado de Jesús también nos toca proclamar este mensaje de esperanza, de resistencia, de denuncia. En nuestra sociedad, e incluso en algunas ocasiones también en la iglesia, hay muchas situaciones injustas que se apartan del plan original, salvífico de Dios. Tenemos la misión de ser «profetas» (voz de Dios) frente a estas realidades: «yo os daré palabras y sabiduría –dice Jesús– a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro» Aunque esto nos traiga contrariedades e incomprensiones.

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