jueves, 4 de noviembre de 2010

Domingo XXXII del tiempo ordinario - Lc 20,27-38


«No es Dios de muertos, sino de vivos» Esta aseveración de Jesús nos llena de esperanza. El Dios de Jesús es el Dios de la vida. La muerte no es el fin de todo. Es el inicio de una nueva etapa, de la etapa definitiva. Pero, ¿estamos plenamente convencidos de ello? En cuantas ocasiones vivimos como si no creyésemos en la vida eterna, de forma similar a como lo hacían los saduceos en tiempos de Jesús.

Nuestra esperanza en la otra vida, en la definitiva, no es una anestesia adormecedora frente a nuestras obligaciones en este mundo. Todo lo contrario. Estamos convencidos que la plenitud del amor, de la vida, de la libertad, de la felicidad… sólo será posible después de la muerte, pero al mismo tiempo, fieles al mensaje de Jesús, estamos persuadidos que es aquí y ahora donde debemos empezar a construirlo. La realidad del «Reino de Dios» o «Reino de los cielos» ha comenzado ya, con Jesús. Y, nosotros, sus discípulos y discípulas tenemos la responsabilidad de hacerlo presente, de contribuir a que no sea una utopía irrealizable, sino una realidad palpable, constatable.

El «venga a nosotros tu Reino», del «Padrenuestro», es plegaria, pero también es compromiso para la comunidad eclesial, para todo cristiano. Trabajar para que las relaciones humanas apunten a una comunidad de amor ha de ser nuestro empeño prioritario. No hemos de esperar a la otra vida, precisamente porque creemos en la otra vida.

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