Inauguramos la Cuaresma con la lectura del evangelio, del «sermón de la montaña», en el que se nos invita a la limosna, la oración y el ayuno. Tres prácticas de hondo arraigo en las tres grandes religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo e Islam; y también presentes en la mayoría del resto de religiones. ¿Dónde está, entonces, la originalidad de estas prácticas en el cristianismo?
Primero, no hemos de buscar originalidades. Si son unas prácticas religiosas tan comunes y universales será por su importancia y profundidad, independientemente del credo de quien las practica.
Pero, segundo, Jesús, por su parte, hace de ellas una nueva lectura. No deben ser motivo de vanagloria, no se debe buscar el reconocimiento de los demás por practicarlas; de lo contrario, pierden todo su valor. Más aún, deben responder al mandamiento supremo del amor. Éste último requisito será el filtro que nos libere del ritualismo, de la monotonía o de la apariencia hipócrita.
La oración auténtica sólo puede nacer de un corazón deseoso de comunicarse con Dios, en la intimidad. El ayuno voluntario implica solidarizarse con tantos hombres y tantas mujeres obligados a ayunar cada día o con mucha frecuencia; aprender a no sentirnos tan satisfechos con lo que poseemos. Y, por consiguiente, empezar a compartir con los que padecen necesidad: limosna (que es mucho más que dar la calderilla que nos sobra en el monedero).
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