Pedro y Pablo son considerados las dos columnas del cristianismo incipiente del siglo I, ambos predicadores incansables de la Buena Noticia de Jesús, los dos mártires del mensaje que cambió sus vidas y su entorno.
En
la liturgia de hoy escuchamos, en la segunda carta a Timoteo (segunda lectura),
cómo Pablo, convencido de su martirio inminente, habla de su muerte desde una
vivencia de la esperanza cristiana que impresiona. Recapitula su labor
apostólica incansable, su plena confianza en la Palabra del Señor, su esperanza
inquebrantable en encontrarse con Jesús después de la muerte, quien lo «llevará
a su reino del cielo»
Para
Pablo el mensaje de Jesús no es una quimera, no es tampoco unas palabras
bonitas ni una ética de máximos, sólo asequible a unos cuantos, un ideal
inalcanzable. Él comprendió que la «Buena Noticia» de Jesús cambia la
existencia, descubre la auténtica alegría y la verdadera libertad, es capaz de
transformar el mundo y las personas que en él habitan. Y empeñó toda su
existencia en esta certeza.
Por su parte, Pedro, la piedra sobre la que el Señor construirá su Iglesia (evangelio) es el mismo que padece persecución y cárcel (primera lectura), antes de tener que ofrendar su vida en el martirio.
Ambos hicieron la opción fundamental por la que vale la pena vivir y morir.
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