martes, 24 de febrero de 2015

Domingo II de Cuaresma, ciclo B - Mc 9,2-10

Iglesia de la Transfiguración, Monte Tabor (Israel)
La escena de la Transfiguración de Jesús es un anticipo de su resurrección. La Cuaresma no termina con la muerte violenta de Jesús, ajusticiado en una cruz como un malhechor. Su vida y su predicación hacen comprensible su final trágico. Los poderosos de este mundo no están dispuestos a aceptar su mensaje de la buena noticia del Reino de Dios, donde cada mujer y cada hombre son valorados en si mismos y no por lo que tienen o por lo que parecen, donde todos participan de la misma dignidad. Pero el mal, la violencia, el poder no tienen la última palabra. La Transfiguración preanuncia esta realidad; Dios-Padre se pone del lado de Jesús: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo».

Más aún, toda la Escritura –significada por Moisés y Elías: la Torá (la Ley) y los Profetas– avalan la «razón» de Jesús. La causa de Jesús responde al plan amoroso de Dios. La Pascua, su resurrección será la prueba de que no se equivocó. Como no se equivocan tantos hombres y tantas mujeres que también hoy en día –a ejemplo de Jesús, el Maestro– ponen toda su existencia al servicio de los demás.

No es fácil aceptar esta realidad. Nos gusta –como a Pedro, a Santiago y a Juan– la vida sin complicaciones; «¡qué bien se está aquí!» repetimos como ellos cuando las circunstancias nos son propicias. Pero no siempre estamos dispuestos a jugarnos la vida por la causa de Jesús, por la buena noticia del Reino.

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