martes, 26 de agosto de 2014

Domingo XXII del tiempo ordinario, ciclo A - Mt 16,21-27

Aunque la respuesta de Pedro sobre la identidad de Jesús es la correcta (evangelio del domingo pasado), su comprensión de la misma deja mucho que desear. Jesús les anuncia el final violento de su vida, lo que ha de padecer y cómo morirá ejecutado, aunque también les anticipa su resurrección; es la consecuencia previsible de su vida y de su predicación. Pero Pedro no está dispuesto a aceptar esa realidad, intenta apartar a Jesús de este destino. No entiende que ese final está unido indisolublemente a la forma de ser de Jesús, a su mesianismo que poco antes ha proclamado, a su estilo de vida. Buscar seguridades, tranquilidad, no complicarse la vida, no «molestar» a los poderosos, dejar de predicar la «buena noticia» del Reino, renunciar a proclamar el amor de Dios a los pobres, enfermos, pecadores, prostitutas y gente de mala vida, significaría abandonar todo aquello que da sentido a su vida, aunque esto signifique morir violentamente. Jesús está convencido, la experiencia lo enseña, que esta forma de vivir significa esa forma de morir, pero Dios-Padre está de su parte, esa es su esperanza y su convicción.

Nosotros somos más del estilo de Pedro. Nos gusta la vida fácil y tranquila, y cuando el evangelio de Jesús nos interpela, nos complica la existencia nos vienen las crisis. Nos falta estar convencidos que el estilo de Jesús vale la pena, que la vida tiene sentido cuando se gasta y se desgasta en vivir la radicalidad del Evangelio.

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