En el
evangelio de este domingo Jesús compara a sus discípulos con dos realidades
cotidianas: la sal y la luz. El Maestro habla un lenguaje comprensible por
todos: partiendo de las realidades diarias ilustra las verdades más profundas.
Los
seguidores de Jesús han (hemos) de ser como la sal. La sal da sabor, conserva
los alimentos, aviva el fuego. Todas estas cualidades pide Jesús para su
discipulado. La sal prácticamente no se ve, su presencia es casi imperceptible;
pero si falta se echa de menos. Nada es igual sin ella. Tenemos la misión de
dar sabor a la vida, que ésta tenga sentido; de conservar lo mejor que hay en
cada una de las personas, de las comunidades, también de la sociedad y de la
Iglesia; y de avivar el fuego: la vida sin pasión no es vida; el cristianismo
sin pasión pierde toda su fuerza. Aunque siempre sin buscar protagonismos, como
la sal que casi no se ve.
Y
también hemos de ser luz. La luz es lo contrario a la oscuridad. La oscuridad
es sinónimo de miedo, de mal, de pecado, de escondido, de injusticia… La misión
del seguidor o seguidora de Jesús es iluminar estas realidades, denunciar el
mal y la injusticia, ser luz en todas las situaciones de «oscuridad»: de
impunidad, arbitrariedad, tiranía, inmoralidad, violencia física o moral... Y este
encargo no suele ser ni cómodo ni fácil.
El cometido
que encomienda Jesús a su discipulado es exigente, e implica una misión irreemplazable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario