miércoles, 14 de diciembre de 2011

Domingo IV de Adviento - Lc 1,26-38

Basílica de la Anunciación, Nazaret
Volvemos a meditar el mismo evangelio que escuchamos hace diez días en la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Eso no impide el saborear y disfrutar nuevamente este precioso texto. La Iglesia quiere, en esta ocasión, que contemplemos el importante papel que jugó María, la madre de Jesús, en el Adviento de los tiempos pretéritos, pero también en el actual.

María posibilita, con su sí incondicional, que la espera del Mesías, del Hijo de Dios, sea una realidad. La realidad de Dios, su plan para la Humanidad, pasa por nuestra colaboración, que aunque sea o parezca pequeña, Dios ha querido que sea necesaria, imprescindible.

Por otro lado, es curioso cómo describe el ángel al que será el hijo de María: grande, Hijo del Altísimo, ostentará el trono de David, su reinado no tendrá fin. Conociendo la vida, predicación, muerte y resurrección de Jesús, parece que está hablando de otra persona. Pero es que los juicios y los caminos del Señor no son los nuestros, como afirma el profeta Isaías. La grandeza y el poder de Dios, del que participa Jesús, no tienen nada que ver con estas categorías cuando las usamos nosotros. Su poder, su grandeza, su reinado son exclusivamente de servicio. En ello está su grandeza. María sí que lo entendió perfectamente y ¿nosotros?

No hay comentarios:

Publicar un comentario