El evangelio que nos propone la liturgia para este domingo, festividad de Santiago apóstol, no es de lo más aleccionador; al menos la actitud de Santiago y su hermano Juan, junto con su mamá. La madre de los hermanos Zebedeos quiere lo mejor para sus hijos y ella piensa –nosotros también– que un puesto de poder y de prestigio es a lo que deben aspirar y conseguir.
Pero la perspectiva de Jesús es bien distinta. Él no quiere una comunidad de seguidores suyos que se muevan en esas coordenadas: «no será así entre vosotros». Quien tiene un puesto de responsabilidad en la comunidad sólo lo puede entender desde el servicio. Y esto es aplicable a cualquier encargo eclesial: obispo, presbítero, catequista, responsable de la pastoral de salud, caritas, etc. (cada cual que ponga aquí su responsabilidad en la comunidad).
Y el servicio no es una palabra bonita, que queda muy bien afirmarla públicamente: «yo estoy al servicio de la comunidad». Implica ser y sentirse el último; aquel que siempre esta disponible; quien ama la comunidad más que su propia vida (eso incluye más que la propia comodidad, más que el propio prestigio, más que los propios gustos y necesidades; etc.). No significa abandonar las otras responsabilidades (familiares, sociales, etc.), si no vivir esta responsabilidad sirviendo, como un sirviente.
¡Parece tan fácil !, pero, ponernos al servicio de los demás de todo corazón y sin esperar nada a cambio, ni tal solo un reconocimiento, pocas veces lo conseguimos. Debería ser una forma de vida, no un esfuerzo que realizamos, pero la sociedad actual empuja fortísimo a lo contrario: a ser los primeros, a ser líderes, a ser más y de ahí surgen todos los males, todas las guerras y todas las miserias más profundas de todo ser humano.
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