Dentro de nueve
meses volveremos a celebrar la Navidad, el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios
y, al mismo tiempo, el hijo de María. Esto es lo que anticipamos en la
fiesta de la Anunciación del Señor.
De la misma
forma que la carta a los Hebreos (segunda lectura) y el salmo de hoy nos
recuerdan una actitud de Jesús, y anteriormente del salmista, de entrega
incondicional a la voluntad divina, «aquí estoy, oh Dios, para hacer tu
voluntad», también se puede aplicar a María, que entendió toda su existencia
como una entrega libre y amorosa a la voluntad de Dios: «Aquí está la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
La actitud del
discípulo y de la discípula de Jesús –María fue la primera– está en la misma
línea, conscientes de que el plan amoroso de Dios para la Humanidad es lo mejor
que nos puede pasar. Y, por consiguiente, he de poner todo mi empeño, toda mi
vida, todo mi obrar en comenzar a construir ya aquí y ahora el reino de Dios
(«venga a nosotros tu reino», aún conscientes de que no será en este mundo donde
alcanzará su plenitud, pero sí se inicia; en el empeño de que cada hombre y
cada mujer reconozca en el otro su hermano y su hermana; en que sea respetada
la dignidad de toda persona humana…
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