jueves, 23 de marzo de 2017

Domingo IV de Cuaresma, ciclo A - Jn 9,1-41

Juan nos presenta, en el evangelio de este domingo, un relato de milagro o mejor, cómo él prefiere denominarlo, de «signo» de una realidad más profunda. Cada uno de los personajes de la narración es fácil identificarlo con diferentes actitudes en la comunidad eclesial o en relación de dicha comunidad con el exterior.

Jesús es el protagonista principal: Él es la luz, capaz de iluminar la oscuridad y la ceguera de los seres humanos. Él es la respuesta a las diversas preguntas que se hacen los hombres y las mujeres sobre el sentido de la existencia. Pero sólo desde una disposición de apertura al don de Dios, de sencillez, de pobreza (en el sentido de sentirse necesitado, en contraposición a la autosuficiencia) es posible captar, recibir, salir de la ceguera del pecado, del mal y ver la luz.

Los fariseos representan en el relato la cerrazón, la ceguera, la imposibilidad de ver, porque no están ni siquiera dispuestos a reconocer su necesidad de luz. Los discípulos, por su parte, no entienden, pero preguntan, buscan..., y serán espectadores privilegiados de la acción de Dios, a través de Jesús. Los padres del ciego personifican la actitud de cobardía, de miedo a complicarse la vida; han visto el cambio radical acaecido en su hijo, pero no son capaces de testimoniarlo públicamente. El ciego que recobra la vista participa de todo un camino de conversión: es curado de su ceguera física y, más importante, de la ceguera espiritual. Él acaba reconociendo a Jesús como Señor, aunque ello le acarrea insultos y marginación; pero ha descubierto la Luz.

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