miércoles, 7 de enero de 2015

El Bautismo del Señor - Mc 1,7-11

Las manifestaciones de Dios suelen ser más sencillas de lo que imaginamos o incluso desearíamos. En la narración del evangelio de hoy encontramos dos personajes humanos, Juan Bautista y Jesús (Jesús además de hombre es el Hijo de Dios) y dos divinos, el Espíritu Santo y Dios-Padre. Juan es un hombre humilde, no se predica a si mismo, como hacen otros; él es un mensajero, el anuncia a alguien más grande, al Mesías, a Jesús, y afirma «yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias». Jesús, por su parte, se presenta como uno más ante el Bautista, para ser bautizado.

La escena siguiente no es tan aparatosa como parece, desde una lectura precipitada y pueril. El Espíritu santo baja sobre Jesús, de la misma forma que baja una paloma cuando está volando, y la «voz» del Padre avala la labor que inicia el Hijo. Seguramente sólo es perceptible para los que tienen fe, entre los que están, lógicamente, Jesús y Juan Bautista. Dios quiere, una vez más, mostrar el amor que nos tiene. Envía a su Hijo para que todos los seres humanos nos reconozcamos como hermanos. Y esta nueva etapa de salvación, la definitiva, se inicia de una forma simple, sencilla, aunque, al mismo tiempo, de una gran intensidad teológica.

A nosotros nos gusta más el «espectáculo», lo ruidoso, lo llamativo… La forma de actuar de Dios, de Jesús es otra.

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