Una
lectura superficial del evangelio de hoy nos puede hacer pensar que el
propietario de la viña, en la parábola de Jesús, es alguien que está haciendo un
agravio comparativo a los trabajadores que se afanan todo el día frente a los
que sólo trabajan una hora. Pero esto es sólo fruto de una lectura descontextualizada
y pueril. Jesús no está hablando de trabajo y de sueldos. Está utilizando una
imagen habitual entre sus interlocutores inmediatos, campesinos de Galilea,
para expresar una realidad mucho más profunda: cómo actúa Dios con los seres humanos,
con nosotros y nosotras, cómo dispensa su generosidad.
Dios desea ardientemente que nos acerquemos a su
Palabra, a la «buena noticia» del Reino, a su amor incondicional, que nos
sintamos pueblo de Dios (la viña es símbolo de Israel), y para Él el cuándo no tiene
gran importancia; el tiempo es algo relativo. El «pago» que nos tiene reservado
siempre es el mismo para todas y todos: el amor infinito, la felicidad plena,
simbolizado en ese «denario» que era el jornal que habitualmente se cobraba por
un día de trabajo, y que se recibía con gran alegría después de la dureza de la
jornada.
Pero aún subraya una idea más: la preferencia por
los últimos, éstos serán los primeros en el reino de Dios. Los criterios de
prioridad de Jesús poco o nada tienen que ver con los cánones de este mundo,
donde prevalecen los ricos y poderosos.
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