La
pretensión de los hijos del Zebedeo, de Santiago y Juan, que nos narra el
evangelio dominical, es de entonces, de ahora y de siempre. Les gusta, nos
gusta, el poder y el reconocimiento social; es humano. El resto, del grupo de
los Doce, se indignan contra ellos, pero en el fondo pretenden lo mismo o parecido.
En la comunidad de los seguidores y seguidoras de Jesús no
deben ser así las cosas. Eso es lo que les (nos) intenta explicar Jesús. Y
afirma: «el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser
primero, sea esclavo de todos» Es paradójica la aseveración de Jesús.
Manifiesta a la comunidad de los discípulos que el papel de «grande», de
dirigente en la comunidad nada tiene que ver con la forma de entenderlo
habitualmente. No es poder, ni prestigio, ni privilegios, ni nada parecido.
Los que tienen o pretenden alguna responsabilidad en la
comunidad han de ser quienes están a su servicio, más aún, los que se
consideran –y son literalmente– esclavos
de todos. La autoridad así entendida no tiene nada de atrayente, al menos humanamente.
Pero es la que pide Jesús, la que Él vivió: «Porque el Hijo del hombre no ha
venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»
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