El
evangelio de este domingo afirma que el gozo cimentado en la injusticia es efímero, no es
verdadero, no tiene futuro. En la parábola de hoy la descripción que hace del
«rico» es somera, pero precisa: «Era un hombre rico que vestía de púrpura y
lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas.» Estaba inmerso en una
continua «alegría festiva»; ni siquiera es consciente de que un pobre –su
nombre es Lázaro: no es un ser anónimo, es alguien que tiene un nombre, una
dignidad– está a la puerta de su casa «cubierto de llagas» y deseando «hartarse
de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían
las llagas.» Los perros son más misericordiosos que algunos seres humanos.
En esta
parábola vuelve a constatarse que el Dios de Jesús siente predilección por los
pobres, por los marginados. Los ricos, los satisfechos, los indiferentes ante
las necesidades ajenas, están condenados al aislamiento, a la angustia, a la
decadencia, a la esclavitud del dinero.
No hay una condena propiamente de
la riqueza, sino de la insensibilidad ante el sufrimiento del otro. No se puede
ser auténticamente feliz sin preocuparse por la situación concreta de los
hombres y las mujeres que nos rodean, sin preguntarse constantemente: ¿cómo
está mi hermano o mi hermana?
No hay una condena propiamente de la riqueza, sino de la insensibilidad ante el sufrimiento del otro.
ResponderEliminarDe la misma manera que no es necesario ser rico para sensibilizarse con las injusticias y el sufrimiento ajeno, actitud a la que todos y todas estamos llamados. Hoy en día, podemos considerarnos ricos y afortunados aquellos que tenemos las necesidades básicas cubiertas y podemos optar a compartir con el hermano o hermana que necesita de nuestra generosidad aquello que nos "sobra", que no nos es infispensable.