La
súplica que el ciego Bartimeo dirige a Jesús: «Jesús, hijo de David, ten
compasión de mí», que leemos-escuchamos en el evangelio de este domingo, ha pasado a ser
una de las oraciones principales entre los cristianos orientales (y no sólo
entre ellos) y es conocida como la «oración del corazón» u «oración del nombre
de Jesús». Se repite reiterativamente, de forma letánica, al ritmo de los
latidos del corazón. Es una oración que nace de la confianza en Jesús y produce
una gran paz interior.
Nuestro
personaje, en la narración, interpela persistentemente a Jesús. Está convencido
que Jesús puede curarle. Por eso, cuando éste le llama, abandona todo lo que le
ata a su situación anterior, «soltó el manto», y lo hace con toda prontitud,
«dio un salto y se acercó a Jesús» Su gran fe, su plena confianza, su oración
insistente… han hecho posible el «milagro».
Jesús ha hecho que «vea» y no sólo en un sentido físico. Su recobrar la vista se ha convertido en seguimiento de Jesús: «recobró la vista y lo seguía por el camino». Hemos de descubrir la fuerza de la oración, la confianza en la acción de Dios. El Señor es Alguien próximo, que nos ama hasta el extremo.
Jesús ha hecho que «vea» y no sólo en un sentido físico. Su recobrar la vista se ha convertido en seguimiento de Jesús: «recobró la vista y lo seguía por el camino». Hemos de descubrir la fuerza de la oración, la confianza en la acción de Dios. El Señor es Alguien próximo, que nos ama hasta el extremo.
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