Siempre
me ha llamado la atención la escena del evangelio de este domingo: uno que pregunta a
Jesús sobre la vida eterna. Hoy sería difícil encontrar a alguien que hiciese
esa pregunta. Aunque seguramente la cuestión la podríamos reformular a un
lenguaje más actual: ¿qué podría hacer para que mi vida tuviese sentido?; ¿cómo
podría ser feliz?; ¿qué valor tiene la existencia?; ¿para qué complicarse la
vida, si «esto» son dos días?
Es
posible que algunos respondamos a Jesús también de forma similar al de nuestro
personaje de la narración: «yo ya soy una buena persona»; «ya me preocupo de mi
familia, de los míos e incluso de ayudar a los demás»; «contribuyo
económicamente con una ONG»… Y Jesús también nos mirará con cariño, con un amor
sincero.
Pero
aún falta algo para conseguir la vida eterna, para que nuestras vidas no estén
vacías, para que nuestra existencia no sea un ir «tirando» o un «sinsentido».
Jesús nos pide que le sigamos, que hagamos nuestra opción existencial, como lo
hizo Él. Nuestro corazón aún está dividido entre el amor a las cosas, a lo que
poseemos, a nuestras seguridades, al dinero y el seguimiento de Jesús. Sabemos
(intelectualmente) que sólo en Jesús y en los valores que predicó encontraremos
la felicidad, pero no nos terminamos de fiar (existencialmente). Hemos de dar
el paso.
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