El mandamiento del amor, a Dios y al prójimo, es el
resumen de la voluntad divina, el plan de Dios para la humanidad y, al mismo
tiempo, el camino en el que el ser humano se encuentra plenamente realizado.
Amar a Dios significa poner el corazón, la voluntad, la inteligencia, toda la
existencia al servicio del plan divino, que se identifica con el bien de la
humanidad.
Por
otro lado, el amor al prójimo como a uno mismo forma parte del mismo y único
mandamiento del amor. Supone que
considero que el otro tiene el mismo valor que yo, posee la misma dignidad, es
acreedor de los mismos derechos.
Pero,
con frecuencia, ponemos límites a este mandamiento: todos no son iguales; aquel
o aquella no es de los nuestros; no es mi problema; tengo muchas cosas que
hacer; yo no puedo resolver todos los problemas; se lo habrá merecido; ya
rezaré por su problema...
Jesús
propone una parábola en la que la gente «religiosa», los «buenos» no quedan muy
bien parados. No son capaces de socorrer al que necesita urgentemente ayuda.
Tienen otras cosas que hacer «más importantes». Sólo un samaritano, un paria de
la sociedad, es capaz de considerar prójimo a quien precisa auxilio. Dice
Jesús: «Anda, haz tú lo mismo.»
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