martes, 5 de marzo de 2013

Domingo IV de Cuaresma - Lc 15,1-3.11-32


Dios nos ama con amor infinito, entrañable, paternal, nos recuerda el evangelio de hoy. Nos ama aunque nosotros nos empeñemos en no amar.

Cuantas veces nuestras vidas se enfangan, como le pasó al hijo menor de la parábola, y no hallamos salida. Nos desesperamos porque pensamos que no hay solución. Pero Dios no ha dejado en ningún momento de amarnos. Él nos está esperando, más aún, sale a nuestro encuentro: su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Es Él quien corre a encontrarse contigo; es Él el que se emociona con tu vuelta; es Él el que está loco de amor por ti, por cada uno de nosotros.

Y, más aún, nos devuelve nuestra dignidad de persona, que habíamos pisoteado, que los demás nos negaban: sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponerle un anillo en la mano... Nos invita a participar de la alegría del banquete del Reino.

Pero no todos entienden esa actitud del Padre; hay algunos que se creen con más derechos, porque piensan que nunca han fallado. Aunque se han olvidado de lo más importante: el amor. El hijo mayor habla de ese hijo tuyo que es un perdido. Y el padre le dice: es tu hermano, deberías alegrarte. El reconocer a Dios como Padre implica el reconocer al otro como mi hermano o mi hermana.

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