jueves, 23 de septiembre de 2010

Domingo XXVI del tiempo ordinario - Lc 16,19-31

Continúa el tema del uso de los bienes terrenos que hemos recibido para administrarlos; en esta ocasión es a través de una parábola de Jesús que nos narra la historia de un hombre que nada en la abundancia y de un mendigo enfermo y hambriento, ignorado por el primero.

Curiosamente del primero, del rico, el evangelista no nos proporciona el nombre. El narrador quiere que cada uno de nosotros le pongamos un nombre, el nuestro; que nos paremos a pensar en cuántas ocasiones hemos actuado de forma similar al personaje de la historia: despreocupándonos de las necesidades del prójimo; «pasando» de tantas situaciones de injusticia, de sufrimiento, de dolor de los demás; ignorando que el otro, la otra son hijos de Dios, son mis hermanos.

En cambio el mendigo, el menesteroso sí tiene nombre: Lázaro. El pobre, el necesitado, el hambriento, el «pisoteado» por las circunstancias de la vida y de la sociedad… tiene un rostro, tiene un nombre, tiene una dignidad. No son personas anónimas: tienen una vida, una familia, unas circunstancias; son personas; son «hijos de Dios». Nuestra desidia, nuestra escasa o nula preocupación, no significa que sea menos digno que tú, que yo, que nosotros. La «Buena noticia» de Jesús es que ellos son los elegidos, los primeros, los escogidos para el Reino de Dios, los más dignos. Se impone un examen de conciencia personal, social, eclesial de nuestras actitudes, de nuestras prioridades, de nuestra existencia.

2 comentarios:

  1. Me has hecho ver una cosa nueva en este Evangelio: que no dice el nombre del rico, y que no lo dice para que cada uno lo personifiquemos en nosotros.
    Me gusta esta reflexión.
    Gracias Javier.
    Saludos!

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  2. Los pobres también son personas. Buen aporte

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