María,
en el evangelio de la festividad de la Asunción, aparece como la primera evangelizadora, la que hace de
su vida un servicio a los demás. Ella se «pone en camino», aprisa, con
prontitud. Sabe que Isabel, su parienta, necesita ayuda, y no se lo piensa dos
veces, se dirige hacia Jerusalén, un camino de varios kilómetros, para ponerse
a su servicio. María es la mujer creyente por excelencia, pero sabe que la fe
implica una respuesta generosa, una demostración de amor de donación. Y, por
eso, es «bienaventurada».
María proclama con su vida y con sus palabras las grandezas de Dios; un Dios que es grande porque está al lado de su pueblo, al lado de los pobres y necesitados, porque es el siempre fiel.
María proclama con su vida y con sus palabras las grandezas de Dios; un Dios que es grande porque está al lado de su pueblo, al lado de los pobres y necesitados, porque es el siempre fiel.
Y
esta actitud de servicio, de disponibilidad, de ayuda la sigue ejerciendo desde
el cielo, al lado de Dios Padre. Sigue atenta a nuestras necesidades,
preocupada y ocupada en ayudar a los que más lo necesitan. Esto es
esencialmente lo que celebramos en la fiesta de hoy.
Al
estilo de vida de María estamos invitados toda la cristiandad. Cuando tres
cuartas partes de la humanidad están viviendo de una forma precaria, sin lo
mínimo necesario; cuando a nuestro alrededor hay tantas personas necesitadas, a
causa de la inmigración, del desarraigo social, de marginación, de la crisis
económica; cuando hay tanta gente que necesita una palabra de consuelo, de
amor...; y no reacciono, es que no he entendido la Buena Nueva de Jesús, como la
vivió y la sigue viviendo María.
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