El texto del evangelio de este domingo nos habla de un
hombre que entrega un cierto capital a tres empleados suyos. Dos de ellos
negocian con lo recibido, arriesgan… y duplican lo recibido. En cambio el
tercero decide esconder lo recibido, prefiere no invertir, apuesta por dejar
las cosas tal como están; ¿para qué complicarse la vida?
La parábola alaba la actitud de los dos primeros,
que reciben una merecida recompensa. Por el contrario, critica la del último,
al que llama «negligente y holgazán», y aquello que había guardado con tanto
cuidado le es quitado, a causa de su talante excesivamente «prudente».
Hemos de revisar nuestras actitudes. Cada uno de nosotros ha recibido
diversos «talentos». Lo fácil –algunos dirán lo aconsejable– es dejar las cosas
como están, no complicarse demasiado la existencia, no apostar por echarle
imaginación y ganas a la tarea a la que estamos llamados eclesial y
socialmente, convencernos que si arriesgamos podemos perder lo que tenemos. El
mensaje de Jesús va por otros derroteros: Él nos mostró un Dios que es Padre,
que está «loco» de amor por cada uno de sus hijos y de sus hijas, que desea
ardientemente que todos y todas nos sintamos hermanos. Y eso es imposible si
nos empeñamos en «nadar y guardar la ropa», en sólo conservar lo que tenemos
sin cambiar nada. Hay que arriesgar, hay que innovar, hay que entusiasmarse por
la tarea del Reino de Dios
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