El
evangelio continúa con el tema de la oración, que ya inició el domingo anterior.
Esta semana Jesús se fijará en dos actitudes ante la oración y, para ello, se
valdrá de dos personajes tipos: un fariseo y un publicano. Nos hablan de dos
formas de dialogar con Dios, de dos maneras de plantear la relación con Él, que
necesariamente se traducen también en dos posturas ante el prójimo.
El fariseo personifica a la persona
religiosa, cumplidor escrupuloso de cada uno de los mandamientos, incluso
entregaba el diez por ciento de lo que ganaba para obras piadosas. Pero, le
faltaba amor en lo que hacía, estaba demasiado «seguro de sí mismo y
despreciaba a los demás». Se sentía superior a los otros, porque él era de los “buenos”:
«¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás»
Por el contrario, el publicano no es
demasiado religioso, poco cumplidor, más bien de los que “meten la pata” con
frecuencia, incluso su trabajo no es excesivamente honrado. Pero, se siente
pecador, necesitado de misericordia; sabe que su vida tiene que cambiar. Su
oración nace del corazón. Se humilla porque se siente indigno ante Dios.
Y comenta el narrador que el segundo
«bajó a su casa justificado», y el primero no. ¡Qué paradoja!; rompe nuestros
esquemas. Y es que Jesús señala que el publicano puede cambiar, el fariseo no;
el pecador puede amar, el soberbio no.
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