El evangelio que contemplamos hoy nos habla de
admiración, seguida de proclamación, por parte de los pastores, los primeros
testigos del nacimiento de Jesús, después de María y José. El misterio del
nacimiento del Hijo de Dios, y al mismo tiempo hijo de María, se convierte en
una acción de gracias y alabanza a Dios por parte de estos sencillos
personajes. No han visto nada extraordinario, sólo a un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre. Pero ellos han descubierto en este
acontecimiento la acción maravillosa de Dios, que como siempre rompe muchos de
nuestros esquemas: no tiene nada que ver con las grandezas de este mundo. Y se
convierten en los primeros proclamadores del don de Dios para toda la
Humanidad, un anuncio que maravilla a todos los dispuestos a aceptar que Dios
se manifiesta en lo humilde y sencillo.
María guarda en lo más profundo de su corazón todas
estas experiencias y las medita en la intimidad de la oración. Ella va
haciendo, poco a poco, el peregrinar de la fe. Va descubriendo lentamente, y
viviendo en su propia carne los planes de Dios. Unos planes que no siempre
entiende, pero en los que ha comprometido su existencia.
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