La
muerte de Jesús en la cruz no es un fracaso. Su muerte trae vida. Más aún, vida
sin fin, vida eterna. La vida, la predicación, pero, sobre todo, la muerte de
Jesucristo es el acto supremo de amor de Dios. Dios-Padre no quiere que se
pierda ni uno solo de nosotros. Nos ama de forma individual, personalizada, no de
manera colectiva. Cada ser humano es objeto personal del amor de Dios. El
periodo de la Cuaresma nos prepara para apreciar en toda su intensidad el acto
sublime del amor de donación de Jesús.
La
oscuridad de la muerte, en Jesús se convierte en luz. Él es «la luz que vino al
mundo» Pero hay el peligro de que prefiramos «la tiniebla a la luz» La causa de
Jesús vale la pena: es luz. El mundo está lleno de oscuridad, de injusticias,
de atentados a la dignidad de la persona, de mal. Pero otro mundo es posible.
La cruz, la muerte y la resurrección de Jesús nos lo anuncian, lo inauguran. El
amor inmenso de Dios, hecho carne en Jesús, nos muestra el único camino
posible, el del amor. Un amor que nos empuja a luchar para que sea respetada la
dignidad de cada persona, a reconocer en el otro a un hermano o una hermana, a
hacer propios los sufrimientos y las necesidades de cada persona. Es más fácil,
es verdad, una vida soporífera, en el que sólo cuenta mi ego, yo y mi entorno
más próximo, el pasármelo bien, el no complicarme la vida. Pero esa no fue la
opción de Jesús; no es luz; no es vida inagotable.
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